Todos deseamos estar informados de lo que sucede en el mundo. Pero no podemos dejar de enterarnos de lo que ocurre en nosotros mismos, y corremos todos el riesgo de dejar marginado ese conocimiento de nosotros. Pero éste, si alcanza el hondón del alma donde late Dios, engendra allí serenidad y esperanza. Hemos de atender a nuestro nivel de esperanza, pues la desesperanza puede arraigar fácilmente en un mundo que alguien ha definido como patético y apático. Patético por aquello que no tiene de bueno y apático por la posible falta de reacción. Si crecen estas cualidades negativas en nuestro tiempo, no le harán precisamente capaz de proyectarse hacia un futuro alegre y esperanzador que valga la pena vivir. Opino que no queremos ser apáticos, no reaccionando en positivo. Un aspecto a no olvidar es reaccionar ante el pecado. Y ello quiere decir: ante el propio pecado, arrepentimiento; ante el pecado ajeno, perdón. Reaccionando así, el Reino de Dios puede estar más cercano. Jesús dice: «Si no os hacéis como niños, no entrareis en el Reino del cielo». Y la falta de esperanza es la negación del espíritu de infancia. Porque este espíritu de infancia es esencialmente resurgimiento, llama viva, disponibilidad, acogimiento del futuro. La esperanza comporta espíritu de infancia, que es espíritu de amor. Dios nos ofrece siempre su amistad, y el tiempo comienza a moverse nuevamente y, a la vez, aunque sea de una forma imprecisa, la esperanza se despierta, como una luz, en el fondo del alma. Una luz que puede ser crecimiento en la gracia que tenemos. Para otros puede ser encender una luz desde el arrepentimiento, en el caso de que hayan caído. Insisto en la esperanza, en cualquier situación, porque nada es posible sin ella. No hay capacidad de reacción, ni ilusión de cambio. No hay perspectivas de futuro. Y lo peor que nos puede suceder es quedarnos anclados en el presente, cuando estamos lanzados a una historia de salvación que, desde siempre, Dios ha pensado para nosotros. La Razón + Ricardo María Carles, cardenal