En los últimos años, aquí y allá se han multiplicado las denuncias pocas veces confirmadas por una sentencia jurídica hacia a algunos eclesiásticos de la Iglesia católica en materia sexual. A alimentar el fuego han contribuido enormemente algunos grupos de prensa que han dedicado sendos espacios alimentados con juicios a priori ya no sólo contra la persona de los presuntos implicados sino contra la misma jerarquía eclesiástica, inclusive contra el Papa. Los reportajes televisivos de canales estadounidenses, británicos, y uno que otro mexicano, español e italiano, no han hecho sino aprovechar la curiosidad morbosa que generan ese tipo de temáticas obteniendo cuantiosas remuneraciones económicas por concepto de publicidad. En todo este espectáculo mediático no dejan de sorprender tres cosas: la casi nula oportunidad de replica a los supuestos “culpables”, la manera tan viciada como se da la información y una implícita acusación generalizada de la Iglesia católica como organización que fomenta la pedofilia y defiende a los pedófilos. Ciertamente este artículo no pretende defender a ningún “acusado” en particular pero sí fomentar la reflexión válida, justa y necesaria basada en el derecho a una información apegada a la verdad, en la máxima jurídica “todos son inocentes hasta que no se demuestre su culpabilidad” y en el derecho al respeto que merece toda institución y persona, independientemente de quien se trate. La comunicación es un servicio, una misión. Pero para que sea éticamente buena y moralmente respetuosa habrá de apegarse a la verdad. Ofrecer datos adulterados, opiniones que sólo posibilitan conocer el parecer de una de las partes y lucrar con el escándalo no parecen reunir ninguna garantía ética ni moral. Presentar acusaciones masivas contra un grupo concreto (la Iglesia católica -¡qué casualidad!-) no se apega a la verdad y presenta todas las características de la difamación y el ataque gratuito y sectario. No está de más recordar aquel aforismo filosófico: toda afirmación universal en materia contingente es de suyo falsa. Un repaso reposado por la historia de la Iglesia católica nos muestra una constante: la sombra del vituperio y la saña que a lo largo de los siglos se ha ceñido contra ella. Es ese mismo repaso el que nos deja ver errores puntuales ciertos y reprobables pero jamás extendidos como plaga en la totalidad de sus miembros. La falsa simplificación que acusa a la Iglesia de fallos en toda ella es ya no sólo injusta sino evidentemente viciada. Es triste mentir y atacar so pretexto de comunicar. Y es aún más penoso constatar la credibilidad que se le da a tal o cual artículo o programa sólo porque lo escribió, dijo o produjo una persona que tiene un medio masivo de comunicación a su alcance aunque sea incompetente en el tema de lo que ha escrito o hablado. Cuando se afirma, velada o explícitamente, sin temor ni temblor al hacerlo, que la Iglesia es la culpable de los pecados de algunos de sus miembros es que se de verdad se la ignora en su constitución y en su doctrina. Lamentablemente algunos lo creen. ¿Quién puede comprobar que el magisterio promueva actitudes de las que últimamente se viene acusando a varios sacerdotes? ¿Acaso alguno de los que de esto atacan a la Iglesia posee un documento donde esas prácticas se prescriban? Mas no sólo. ¿Cuántos pueden ofrecer los datos reales del número de los culpables sin que sean meras suposiciones? Que no se olvide que hace un año una conocida revista brasileña tuvo que desmentir la información que había publicado y que implicaba a un tercio del presbiterado carioca en casos de pedofilia. La Iglesia católica siempre ha defendido el único sacerdocio posible en ella: el del hombre que tiende a la santidad y es constructor de puentes entre los hombres y Dios; el del hombre que imita a su fundador -Cristo- y edifica y conduce a las almas a Dios a través de la Iglesia con su testimonio de vida; el del hombre que vive lo que cree. En el discernimiento vocacional del candidato al sacerdocio la Iglesia católica siempre se ha pronunciado sobre el tipo de hombres que pueden serlo. Ya lo dice el catecismo en el número 1029: «Sólo deben ser ordenados aquellos que, según el juicio prudente del Obispo propio o del Superior mayor competente, sopesadas todas las circunstancias, tienen una fe íntegra, están movidos por recta intención, poseen la ciencia debida, gozan de buena fama y costumbres intachables, virtudes probadas y otras cualidades físicas y psíquicas congruentes con el orden que van a recibir». Pero ni el Obispo, ni el superior; ni el formador ni el director espiritual pueden suplir la responsabilidad personal de un candidato al sacerdocio. Ellos conocen y orientan según la información que de sí mismo les ofrece el formando. De ahí que el candidato al sacerdocio deba “someterse confiadamente al discernimiento de la Iglesia, del Obispo que llama a las Órdenes, del rector del Seminario, del director espiritual y de los demás formadores a los que el Obispo o el Superior Mayor han confiado la tarea de educar a los futuros sacerdotes. Sería gravemente deshonesto que el candidato ocultara” impedimentos “para acceder, a pesar de todo, a la Ordenación. Disposición tan falta de rectitud no corresponde al espíritu de verdad, de lealtad y de disponibilidad que debe caracterizar la personalidad de quien cree que ha sido llamado a servir a Cristo y a su Iglesia en el ministerio sacerdotal”. ¡Es aquí donde interviene la libertad humana! Una libertad que puede hacer el bien o el mal, que puede mentir o decir la verdad, que puede ayudar o estorbar, que puede servir u entorpecer, que puede colaborar o destruir, que puede edificar o ser piedra de escándalo. Desde siempre la Iglesia ha ofrecido las pautas formativas y de discernimiento para el llamado al orden presbiteral. Entre los últimos documentos está el decreto conciliar “
Optatam totius” sobre la formación sacerdotal que promueve la adecuada formación integral de los futuros sacerdotes ofreciendo orientaciones y normas precisas acerca de varios de sus aspectos. Ahí está también la exhortación apostólica post-sinodal “
Pastores Dabo bobis” de 1990 sobre la formación sacerdotal en las circunstancias actuales; ahí está la cuarta parte del “
Documento final del Congreso Europeo sobre las vocaciones al Sacerdocio y a la Vida Consagrada en Europa” de 1997 (Pedagogía de las vocaciones en la sección dedicada al discernimiento;
ver enlace); ahí está la “Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario y a las órdenes sagradas” de noviembre del 2005 (
enlace) emitido por la congregación para la educación católica. Y la lista podría seguir. Ante este panorama ¿se puede seguir hablando de que la Iglesia es culpable de los errores, suponiendo el yerro, de algunos de sus miembros? La tarde del 5 de julio de 1902
María Goretti, hoy santa, recibe 14 puñaladas ante la negativa a sucumbir a las propuestas sexuales de su joven vecino
Alessandro Serenelli. Las heridas provocadas por el punzón habían alcanzado el pericardio, el corazón, el pulmón izquierdo, el diafragma y el intestino. No tenía posibilidad de sobrevivir. En el lecho de muerte, sin haber cumplido todavía los 12 años, el sacerdote se le acerca, antes de darle la comunión, y le pregunta: “María, ¿perdonas de corazón a tu asesino?”. María responderá: “Sí, lo perdono por el amor de Jesús y quiero que él también venga conmigo al paraíso. Quiero que esté a mi lado… Que Dios lo perdone porque yo ya lo he perdonado”. Uno de los rasgos esenciales y menos comprendidos en la Iglesia es el perdón. Y es que hay una diferencia enorme entre defender y perdonar. Defender se puede interpretar como justificación de las malas acciones y eso no es lo que hace la Iglesia. Perdonar es ofrecer la posibilidad de arrepentimiento y conversión; es ayudar a la recuperación del culpable, “no dejarlo abandonado en el infierno”, como declaró hace poco el cardenal Bertone, y eso sí es lo que busca la Iglesia. El perdón es misión de la Iglesia, uno de los sacramentos dejado por Jesucristo. La Iglesia es dispensadora del perdón a aquellos que quieren y necesitan ser perdonados. Aun más: está llamada a convertir al pecador, a fomentar su conversión. Bien lo expresa la Sagrada Escritura: “No quiero la muerte del pecador sino que se arrepienta y viva”. El que algunos medios no difundan la acción de la Iglesia para prevenir y luchar contra todo tipo de escándalo no significa que no se dé. Durante el año 2004
Juan Pablo II envió varios obispos visitadores para supervisar la formación de los seminaristas a buen número de diócesis en el mundo. Ante algunas dudas no le tembló la mano para cerrar el seminario de la diócesis de Sankt Poelten en Austria en agosto del mismo año. Es de valorar y reconocer la manera como la Iglesia ha estado afrontando todo este tipo de situaciones en los lugares donde se han presentado muy a pesar del negocio que ha acompañado los escándalos que no tiene nada que ver con el respeto a la persona humana. La respuesta de la Iglesia constituye un ejemplar modo de salir invicta a pesar de las maliciosas calumnias, de la información deformada y de las generalizaciones baratas. Con todo lo anterior no estaría de más preguntarse por qué los miles y miles de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos católicos que a diario lo dan todo por llevar una palabra de ánimo, un trozo de pan que sacie el hambre, una sonrisa, un medicamento, no son objeto de amplios titulares en la prensa del mundo. Después de todo ¿quiénes atienden a los enfermos de sida en los hospitales y centros especializados en la mayor parte del mundo? ¿No son acaso los profesionales contratados, las monjas y religiosos de esa Iglesia denigrada por tantos?; ¿no son las religiosas y sacerdotes católicos? Los que se acarrean contra la Iglesia católica pueden estar seguros de que si un día cayeran enfermos tendrían a su lado a alguna dulce y mínima Teresa de Calcuta de la Iglesia a la que escupen y zarandean. Aunque se pretenda, no hay que olvidar que uno de cada cuatro enfermos de sida en el mundo es atendido por la Iglesia: más de nueve millones y medio de personas reciben asistencia sanitaria de alguna congregación religiosa u ONG católica. Existen 38 millones de enfermos en el mundo y es la Iglesia la institución más útil y activa en la lucha contra el VIH. Más del ochenta por ciento de los enfermos terminales mueren amparados por el amor y el servicio desinteresado de miles de almas calladas, de corazones generosos, de caracteres fuertes, de consagrados convencidos de su llamado a evidenciar el rostro amante de Dios. Es la dádiva generosa de hombres y mujeres, religiosos y seglares, que un día decidieron inmolarse en la salvación de otras vidas que se abatían en los suburbios paupérrimos de las grandes ciudades y en el olvido aberrante de los países abandonados, en aquellos lugares donde la guerra y la miseria son el pan diario. Hombres y mujeres que, como cualquier ser humano, hubiesen preferido envejecer entre los suyos, disfrutando de las ventajas de una vida más o menos estable, pero que respondieron sin contestar a su vocación de centinelas de la vida del prójimo. Y estos, que son la inmensa mayoría, los que han sabido responder coherentemente con su libertad a una misión sobrenatural, son los miembros de esa Iglesia a la que se quiere desprestigiar. Dos son los aspectos inseparables en toda vocación sacerdotal, religiosa y consagrada: el don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre. La vocación es un don de la gracia divina, recibido a través de la Iglesia, en la Iglesia y para el servicio de la Iglesia. Respondiendo a la llamada de Dios, el hombre se ofrece libremente a Él en el amor. El solo deseo de llegar a ser sacerdote, religioso (a) o consagrado (a) no es suficiente y no existe un derecho a recibirlo. Compete a la Iglesia, responsable de establecer los requisitos necesarios para la recepción de los Sacramentos instituidos por Cristo, discernir la idoneidad de quien desea entrar en el Seminario, acompañarlo durante los años de la formación y llamarlo a las Órdenes Sagradas, si lo juzga dotado de las cualidades requeridas. Pero siempre dependerá de una respuesta libre, sincera y recta del candidato. Y esto no se puede olvidar.
Jorge Enrique Mújica, LC