La vibrante homilía de Francisco en la Vigilia por la Paz del pasado sábado en San Pedro tiene variados registros que nos hacen recordar aquel histórico discurso de Benedicto XVI en Ratisbona, profético por tantas cosas.
Ciertamente el Papa pensaba en el clima violento que propicia el nihilismo occidental al afirmar que “cuando el hombre piensa sólo en sí mismo… y se pone en el centro, cuando se deja fascinar por los ídolos del dominio y del poder, cuando se pone en el lugar de Dios, entonces altera todas las relaciones, arruina todo; y abre la puerta a la violencia, a la indiferencia, al enfrentamiento”. Encontramos aquí un eco de algo que dijo también en la isla de Lampedusa, al referirse al abandono de Dios y las consiguientes idolatrías como clave para entender la indeferencia frente al sufrimiento de nuestros hermanos.
También podemos entender un mensaje a los poderes de Occidente cuando sostiene que hoy “hemos perfeccionado nuestras armas, nuestra conciencia se ha adormecido, hemos hecho más sutiles nuestras razones para justificarnos”, olvidando que la violencia y la guerra traen sólo más muerte. No se trata, como hacen algunos, de contraponer la figura de Francisco a la de Obama en una especie de dialéctica que entretiene a los Medios. Se trata de reconocer la profundidad de la mirada del Papa (Lumen Fidei) que permite desliar la madeja mejor que muchos sesudos análisis.
Pero sin negar el reclamo que el Papa dirige al mundo occidental, no podemos olvidar el fuerte mensaje dirigido también al Islam. La racionalidad que nace del Evangelio vivido en la historia de la Iglesia también tiene algo que decir a la profunda y violenta crisis interna que vive el mundo musulmán. Francisco no ha hablado de una paz genérica sino de una paz que nace del designio de un Dios cuya respuesta a la injusticia y el mal ha sido precisamente la cruz: “Mi fe cristiana me lleva a mirar a la Cruz. ¡Cómo quisiera que por un momento todos los hombres y las mujeres de buena voluntad mirasen la Cruz! Allí se puede leer la respuesta de Dios: allí, a la violencia no se ha respondido con violencia, a la muerte no se ha respondido con el lenguaje de la muerte. En el silencio de la Cruz calla el fragor de las armas y habla el lenguaje de la reconciliación, del perdón, del diálogo, de la paz”. Es ésta una experiencia de Dios (la del Hijo que sube a la cruz) que no puede dejar de impactar y chirriar a los musulmanes, pero que también puede abrir inusitadas perspectivas.
Apenas unas horas antes de que estas palabras rasgaran la noche romana, el Patriarca de los Caldeos, Louis Sako, había indicado desde Bagdad que el mundo musulmán necesita también “cambiar una mentalidad de violencia y de venganza, abriéndose al diálogo y aceptando la diversidad, porque la idea de un Estado basado en la Sharía no puede funcionar”. Días atrás el Rey Abdullah de Jordania había acogido a los jefes de las Iglesias cristianas del Medio Oriente en Amman, y había propugnado una gran alianza de cristianos y musulmanes contra el sectarismo y la violencia.
Cuentan las crónicas que durante la adoración eucarística en la Plaza de San Pedro algunos dirigentes musulmanes presentes se arrodillaron en medio de aquel pueblo cristiano presidido por el Sucesor de Pedro. “Que cada uno mire dentro de su propia conciencia y escuche la palabra que dice: Sal de tus intereses que atrofian tu corazón, supera la indiferencia hacia el otro que hace insensible tu corazón, vence tus razones de muerte y ábrete al diálogo, a la reconciliación; mira el dolor de tu hermano… y no añadas más dolor, detén tu mano, reconstruye la armonía que se ha roto”. Son palabras que deben ser escuchadas de norte a sur, de oriente a occidente. Pedro existe también para eso.
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