En la entrega anterior señalé las fases principales que se siguieron para que el pueblo alemán se fuera acostumbrando a la idea de la eutanasia como una señal de progreso o, como diría hoy algún cursi, “estuviera maduro para el debate”. Durante años, la opinión pública había sido modelada con las tesis de que los científicos apoyaban la eutanasia, de que existían vidas “indignas de ser vividas” para las que la eutanasia era una salida misericordiosa y de que la eutanasia era una medida de progreso social. Libros, películas y medios de comunicación habían ayudado de manera decisiva a apuntalar esa visión y cuando tuvo lugar el caso del “Niño Knaus” se pudo considerar que la batalla estaba lo suficientemente ganada. A pesar de todo,
Hitler no deseaba tener problemas con una cuestión como la eutanasia mientras estaba destrozando desde dentro el sistema parlamentario – que le había dado el poder a través de las urnas - procedía al rearme y se iba apoderando de distintos pedazos de Europa central. El 1 de septiembre de 1939, tras firmar un pacto con Stalin que permitía a ambos repartirse Europa oriental,
Hitler invadió Polonia. Al mes siguiente, se promulgó la ley de eutanasia. En apariencia, la normativa nacional-socialista era moderada. Pretendía eliminar la “vida indigna de ser vivida” (¿les suena el término?) que, supuestamente, era la de ciertos enfermos y discapacitados recién nacidos o de menos de tres años. Al respecto, el Ministerio de sanidad del Reich cursó una orden en virtud de la cual se ordenaba a médicos y comadronas llevan un registro de las criaturas de una edad inferior a los tres años que mostrara síntomas de enfermedad incurable de carácter físico o psíquico. Para que se les aplicara la ley de eutanasia – insistamos en ello muy moderada si se comparan con otros planteamientos contemporáneos – la decisión debía tomarla un grupo de facultativos por unanimidad. Cuando ésta no se alcanzaba, el niño quedaba en observación a la espera de un nuevo estudio que alcanzara un diagnóstico unánime. Como señalaba el decreto de octubre – al que se le dio una fecha retrospectiva de 1 de septiembre – ampliaba “la autoridad de algunos médicos que serían designados específicamente de tal manera que a las personas que, según su juicio humano, fueran incurables se les pudiera, de acuerdo con el diagnóstico más cuidadoso de su condición de enfermos, otorgar una muerte misericordiosa”. La práctica iba a distar considerablemente de la formulación. De entrada, se distribuyeron cuestionarios a las instituciones mentales, los hospitales y otras instituciones que se encargaban de los enfermos crónicos. De acuerdo con estos documentos, los distintos centros tenían que informar al Ministerio de Sanidad acerca de los que sufrían epilepsia, esquizofrenia, demencia senil, retraso mental, corea de Huntington o encefalitis. En otras palabras, resultaba obvio que la aplicación de la eutanasia se iba a ampliar a un radio considerable que iba mucho más allá de lo que ya buena parte de la población alemana estimaba aceptable como había sido el caso del “Niño Knaus”. En breve, se establecieron seis centros donde se aplicaba la “muerte por misericordia” – el plan conocido como Aktion-4 - siendo el más conocido la clínica psiquiátrica Hadamar. A la cabeza del plan de eutanasia fue designado un hombre de las SS cuyo nombre era
Christian Wirth. Como seguramente ya ha supuesto el lector, en poco tiempo, la “muerte por misericordia” se convirtió en una verdadera industria del asesinato en masa con ocultación de la verdad a los ciudadanos y con respaldo del Ministerio de Sanidad. Como ha sucedido en España desde la despenalización del aborto llevada a cabo por el gobierno socialista de
Felipe González a inicios de los años ochenta, una cosa era lo que marcaba la ley, en apariencia moderada, y otra muy diferente la forma en que se aplicaba en la práctica. Así, en Brandeburgo, una antigua prisión se convirtió en un centro para dispensar la eutanasia en que comenzó a utilizarse de manera sistemática el gas para administrar la eutanasia. Los pacientes – a fin de cuentas se les daba una muerte misericordiosa – eran sedados y después se les conducía desnudos a cámaras de gas con apariencia de duchas. En vez de agua, a través de las cañerías, salía monóxido de carbono que les ocasionaba la muerte. En cada uno de los centros existían crematorios donde se incineraban los cadáveres. Con posterioridad, a las familias eran informadas del fallecimiento que solía atribuirse a pneumonía o fallo cardíaco. Desde luego, si algo quedaba claro es que la letra de la ley – y de nuevo el paralelismo con la actual despenalización del aborto en España resulta obligada – era violada de manera sistemática con el conocimiento y el respaldo de las autoridades. La cultura de la muerte se había hecho con las riendas del poder y estaba dispuesta a utilizarlas hasta el final. Llegados a este punto, resulta obligado preguntarse cuál fue la reacción de las iglesias que había en Alemania frente al planteamiento de la eutanasia y en qué medida influyó en el desarrollo posterior del plan Aktion-4. Abordaremos ese tema en una entrega posterior, pero antes me ocuparé de indicar por qué, el nacional-socialismo encontró tan escasa resistencia social en cuestiones que resultaban tan espinosas moralmente como la legalización de la eutanasia o las leyes de Nüremberg contra los judíos.
Continuará César Vidal Eutanasia I: el inicio del largo camino