La iniciativa del Papa Francisco de dedicar en todo el orbe católico un jornada de oración (el sábado último, 7 de septiembre) por la paz en Siria es propia de un papa humanista como éste, muy preocupado por la suerte de todos los hombres y mujeres del mundo. Yo he participado sin la menor reserva en las preces especiales hechas en mi parroquia por el martirizado pueblo sirio. Sin embargo, no acabaríamos de apoyar la paz en aquel avispero sin hacer un mínimo esfuerzo para aclarar, hasta donde sea posible, lo que allí realmente sucede.
Si se confirma que el Ejército usó armas químicas de destrucción masiva para combatir a los rebeldes, con frecuencia camuflados entre la población civil, sería legítimo y hasta necesario aplicar algún castigo al responsable último o principal de la matanza que provocó el ataque. Ahora bien, ¿qué clase de castigo, liarse a bombazos con el presidente Al-Asad y su estado mayor? ¿Pero no habrán víctimas, muchas víctimas inocentes ni daños “colaterales”? ¿Acaso las bombas tienen la virtud de llevar consigo la paz? Bueno, muerto el perro muerta la rabia, pero ya vimos lo que pasó en Irak, o en Libia, o más recientemente en Egipto cuando los militares se retiraron a sus cuarteles. La peste islamista se apoderó del país y los cristianos fueron perseguidos allí donde los radicales impusieron su ley. Entonces ¿hay que permitir que Al-Asad se vaya de rositas tras cometer sus fechorías?
Cierto que Bachar Al-Assad es un dictador, como ya lo fue su padre, y que ninguno de los dos se han distinguido por su tolerancia con los opositores al régimen totalitario que fundaron. No obstante, dejaron vivir en paz a los cristianos que allí habitan desde antes de la expansión mahometana. En cambio, ¿quiénes son los rebeldes que han decidido asaltar el poder con las armas en la mano? ¿Alguien sabe con certeza de donde proceden y cuál es su humus ideológico? No vaya a tratarse de una especie de legión extranjera fundamentalista que de ganar pusiera a Siria, hasta ahora religiosamente tolerante, en la lista de la intransigencia musulmana.
En realidad los occidentales no sabemos muy bien lo que pasa en Siria, ni en Irak, ni en Pakistán, ni en Afganistán, ni en otros países islámicos, donde la guerra o la violencia terrorista están a la orden del día entre los propios musulmanes, entre los de esta o la otra tendencia, incapaces de vivir en paz consigo mismos. Ahora parece que en Seria se dilucida, a tiros y bombazos, la influencia hegemónica de las dos naciones más poderosa de la región, que unos llaman Oriente Medio y otros Oriente Próximo. Me refiero a Irán y a Arabia Saudí. La primera de tradición chiita y la segunda sunita. El viejo pleito por el poder entre los herederos directos de Mahoma, trasladado al siglo XXI. Los seguidores de Alí, primo y yerno del profeta, casado con su hija Fátima (chitas), representados por Irán, frente a los seguidores de Aixa, la esposa de Mahoma y los primeros califas (sunitas), que representa Arabia Saudí, sede de la Meca. Estas dos potencias islámicas se dan de palos allí donde pueden, pero siempre en la cara de un tercero, que se lleva todas las bofetadas. En el fondo es lo que pasa en Siria, igual como ocurriera durante la guerra fría entre soviéticos y americanos, que se peleaban a lo ancho y largo del mundo entero, pero a través de intermediarios, que ponían los muertos y los desastres de toda guerra.
La de Siria no es una contienda entre buenos y malos, sino entre malos y peores, aunque no creo que nadie sepa decir cuál de los dos es el peor de ambos. Y, mientras tanto, como sucede con frecuencia en los países de cultura musulmana, los cristianos pagaran los platos rotos, sin comerlo ni beberlo. Pero si ellos persisten en matarse a conciencia entre sí, qué pueden hacer los demás. Por lo pronto no atizar la hoguera, como quiere Obama, pero tampoco dejar sin un fuerte correctivo al tiranuelo de turno. Y eso, ¿cómo se hace sin causar más sufrimientos al martirizado pueblo sirio? ¿Hay quien lo sepa? Este es el gran dilema.