Leo todo lo que cae en mis manos sobre la Nueva Evangelización, y no acabo de ver de qué se trata. Veo iniciativas, aquí y allá, más allá que aquí, quiero decir en la diócesis de Madrid, de grupos dispersos que actúan como francotiradores en la calle en busca de las ovejas perdidas, o más bien alejadas, pero no creo que la Nueva Evangelización que anunció Benedicto XVI consista en esa especie de guerrillas urbanas que, entre otras cosas, organizan partidos de voleibol en las playas o “asaltos” callejeros a los desprevenidos viandantes.
Esto último ya lo hacían en los años cincuenta del siglo pasado los discípulos del padre Morales, fundador del Hogar del Empleado de Madrid, con más audacia que eficacia.
No hace mucho pregunté a un arzobispo emérito, muy amigo mío, con el que hablo con frecuencia por teléfono, qué sabía del tema en el que tengo puestas muchas esperanzas, y me dijo que, como yo, también estaba a la espera de las aclaraciones, instrucciones o precisiones pertinentes procedentes de Roma.
Repasando a bote pronto las iniciativas o urgencias que tuvieron que adoptar los últimos Papas para revitalizar la acción pastoral o frenar derivas peligrosas, vemos el rumbo de la Iglesia de medio siglo a esta parte, en cuya estela sitúo, a mi entender, la propuesta de la Nueva Evangelización. A Pablo VI, mal asistido por una compañía de Jesús desorientada y claudicante ante el marxismo (gracias a Dios ya vuelta a su cauce), le superó la desbandada clerical que produjo la mala digestión del Concilio Vaticano II. Juan Pablo II tuvo que corregir muchos desmanes que venían de atrás, poner orden en no pocas diócesis y órdenes y congregaciones religiosas, y frenar y volver del revés la ofensiva de penetración comunista en la Iglesia, que como buen polaco conocía al dedillo. El Papa Wojtyla apuntaló su acción pastoral en su dominio de las masas, recorriendo infatigable el mundo entero predicando la Buena Nueva, y apoyándose en los nuevos movimientos (“nuevas realidades” las llaman otros, en una expresión a mi juicio un tanto cursi). Pero los nuevos movimientos no dejan de ser iniciativas parciales, sumamente meritorias, no hay que negarlo, pero de alcance limitado. A su vez, Benedicto XVI tuvo que continuar el aseo de la casa, perturbada por deslealtades en la misma curia romana y desviaciones poco ortodoxas en los ejércitos apostólicos, como la de esa asociación de monjas norteamericanas que no acaban de entrar en la obediencia debida, o, para no ir tan lejos, la de la ínclita benedictina montserratina, la Teresa Forcades de nuestros desvelos, estrella de la progresía andante universal, a la que ninguna autoridad eclesiástica se atreve a ponerla firmes. Por eso hace y dice las machadas que dice y hace.
¿Qué va a hacer el Papa Francisco? No lo sé, por supuesto. No sé si ya lo sabe alguien, aparte de admirar su estilo cercano y cálido, expresado en sus gestos personales. Tal vez tenga necesidad, antes de nada, purificar el ambiente y simplificar el organigrama del complejísimo mundo vaticano para hacerlo inteligible, pero de momento estamos todos a la espera, al menos lo estamos –pienso- los soldados de la fiel infantería como yo. Aunque parece que ya empieza a moverse el mastodonte. El nombramiento, el sábado pasado del arzobispo italiano Pietro Parolin, hasta ahora nuncio en Venezuela, como un nuevo secretario de Estado, es un indicio de que pronto se producirán otras muchas y necesarias novedades en todos los niveles, incluidos el relevo de los cardenales de Madrid y Barcelona.
En cualquier caso, todo impulso de revitalización de la Iglesia que no tenga una base parroquial, no creo que llegue muy lejos. Pío XI, una vez resuelta en 1929 la envenenada “cuestión romana”, que tenía paralizadas la actividad de los papas, lanzó la feliz iniciativa de la Acción Católica, precisamente de base parroquial y diocesana, que tantos excelentes frutos produjo en tantos sitios de todo el mundo. Por eso pienso, acaso porque todo lo que soy lo debo a la muy añorada Acción Católica, que sin anclaje en la parroquia, no se llegará muy lejos. Veremos hasta donde quiere llegar el Papa argentino, en cuyo país tuvo una gran implantación el “apostolado de los seglares bajo la dirección de la Jerarquía”.