Si algo nos enseña el estudio de la naturaleza humana es que su vocación religiosa es irrefrenable; incluso quienes ingenuamente se creen ateos, no hacen otra cosa sino desviar su vocación religiosa hacia ídolos a los que entregan todas sus potencias, llámense dinero, sexo o ideología (suponiendo que no sean todos el mismo ídolo).
Analizando a fondo la conducta del ser humano, en cualquier época y circunstancia, descubriremos que, junto a la necesidad de atender sus necesidades puramente fisiológicas, existe en él una necesidad que lo distingue de cualquier animal, que es la necesidad de Dios. El hombre reconoce su pequeñez, ante la grandeza inabarcable de la Creación; y reconoce también que en medio de esa grandeza le ha sido asignada una misión especial entre todas las criaturas. Entonces el hombre siente la necesidad, en comunión con otros hombres, de adorar a su Creador, para darle gracias y solicitar su protección; para pedirle perdón por sus faltas y desfallecimientos y demandarle socorro en las empresas que acomete. Para que esa alianza entablada entre Dios y el hombre no decayese nunca, y para lavar las faltas del hombre, Dios se hizo hombre y acampó entre nosotros; se inmoló por nosotros y resucitó, prometiéndonos que regresaría, para hacernos partícipes plenos de su gloria.
Esta es la fe que los cristianos nos hemos transmitido. Pero ¿qué ocurre cuando la transmisión de la fe es interrumpida, o sólo transmitida fragmentariamente, o mezclada con turbias mistificaciones? Ocurre que, puesto que su vocación sobrenatural se mantiene inalterada, el hombre se adhiere a creencias nebulosas o turbias, a idolatrías y supersticiones de diverso signo, a cultos más o menos esotéricos en los que, con frecuencia, Dios ha sido suplantado por un sucedáneo de naturaleza diabólica. Ocurre esto, sobre todo, en sociedades paganas, a las que no ha llegado la luz del Evangelio; o, todavía peor, en sociedades que han apostatado o que, sin llegar a apostatar de forma expresa, han debilitado tanto los vínculos de transmisión de la fe que abocan a sus miembros a una existencia incierta, en la que perdemos la noción de la misión que nos ha sido asignada en la Creación. Así, huérfano de asideros en los que poder afirmar su vocación sobrenatural, el hombre acaba en las garras de las sectas más variopintas, en las que la falsificación de los misterios de la fe se desarrolla de los modos más rocambolescos: a veces tales misterios son expuestos fragmentariamente, entremezclados con supersticiones y quimeras; otras veces son parodiados sacrílegamente; otras, directamente sustituidos por misterios de naturaleza infernal. El sincretismo religioso propio de la llamada “nueva era”, la contaminación gnóstica, el panteísmo, la exaltación de los apetitos más viles o, por el contrario, la represión fanática de los mismos, son algunas de las estrategias seguidas por las sectas en su captación de nuevos adeptos, a los que prometen una falsa salvación y acaban destruyendo, con frecuencia después de haberlos empleado en fines inconfesables.
Tendemos a creer que las personas que caen en poder de las sectas son penosos frikis, o gentes desahuciadas. Nada más alejado de la realidad. Son “rebeldes con retraso”, personas inmaduras o psicológicamente inestables, personas infelices o insatisfechas espiritualmente, personas soñadoras, personas abandonadas u ofendidas, personas que atraviesan una fuerte crisis o depresión, también personas que están lejos de su familia, en un país que les es ajeno, con una cultura diferente a la suya. Personas, en fin, como nosotros mismos, a quienes un mundo que fomenta la disolución de los vínculos y asesina las necesidades espirituales arroja a las playas del vacío existencial, donde sólo pueden encontrar cobijo en las cuevas del sectarismo religioso. Son como nosotros, son nosotros mismos, y debemos rescatarlos.
Publicado en Misión.