Suelen acusarnos, con bastante fundamento real, que los curas apenas hablamos del demonio, del infierno y de la posibilidad de fallar radicalmente el sentido de nuestra vida. Y sin embargo hay evangelios en la Misa, como el del domingo XXI, Lc 13,22-30, que nos ponen muy fácil hablar sobre este tema. Encontramos allí frases como: “Señor, ¿serán pocos los que se salven? Jesús les dijo: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán”… “Alejaos de mí, malvados. Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los Profetas en el Reino de Dios y vosotros os veáis echados fuera”.
Dios no es ciertamente imparcial en el asunto de nuestra salvación, sino como se me dijo en cierta ocasión. “Dios está dispuesto a hacer todas las trampas que pueda, menos cargarse tu libertad, para llevarte al cielo”. Es cierto que la visión de nuestra Sociedad no invita al optimismo. El horrible crimen del aborto (cf. Gaudium et Spes nº 51), lo hemos transformado gracias a la diabólica Ley del Aborto del 4 de Marzo del 2010 en un derecho, tenemos también la legislación más antifamiliar del mundo y sobre el bien común, estamos atónitos ante la serie de escándalos de corrupción que nos sacuden. Ello llega al colmo con lo sucedido en torno a la Junta de Andalucía, no sólo por la cantidad, la mayor posiblemente nunca desaparecida en España, entre mil doscientos y mil quinientos millones de euros, sino también por a quien se les roba: a los más necesitados, a los parados. Como decía cierto escritor: “Los progresistas legislan toda clase de disparates, luego llegan los conservadores y los conservan”.
Personalmente cuando me hablan de estos escándalos, no puedo sino pensar en algunas frases de la Sagrada Escritura. Ya en el Antiguo Testamento en el libro de los Proverbios leemos: “El que oprime al pobre ultraja a su Hacedor” (14,31) y “La justicia engrandece a una nación, el pecado es la ruina de los pueblos” (14,34), mientras en Gálatas 6,7 San Pablo nos advierte: “No os engañéis, de Dios nadie se burla”. Pero el texto más claro para mí está en el episodio del Juicio Final en el capítulo 25 de San Mateo: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el demonio y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer” (vv. 41-42). Aquí la cosa es mucho peor, porque no sólo no se da de comer al necesitado, sino que encima se le roba. Por eso titulo este artículo: “Tuve hambre, y me robasteis”.
Ante asuntos así, la primera reacción lógica es la de enfadarnos e incluso dejarnos llevar por el odio. Pero si hay algo anticristiano, porque es lo contrario del amor, es el odio. Si yo, ante una canallada, me dejo llevar por el odio, me estoy envenenando a mí mismo y destruyéndome como persona. Creo que odio y alegría son simplemente incompatibles. Ante hechos malvados, tengo que preguntarme a mí mismo: “¿En una situación así, cómo reaccionaría Cristo?”.
En primer lugar, tengo que estar convencido de que la batalla decisiva entre el Bien y el Mal se ha librado ya y que Cristo la ganó con su Pasión, Muerte y Resurrección.
Por definición, el cristiano es un ser abierto a la esperanza, está en el bando vencedor y lo que tiene que preguntarse es cómo debe actuar. El otro, aunque sea mi contrario, mi adversario, mi enemigo, es también hijo de Dios y por tanto mi hermano. Lo que Dios espera de mí es, sobre todo, mi oración, que es el medio para dirigir mi alma a Dios y nos hace capaces de difundir a nuestro alrededor la luz de la fe cristiana. Pero, indudablemente, una de las oraciones nuestras que más satisfacen a Dios es nuestra oración por los pecadores. En Lc 15,7 se nos dice: “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Los católicos creemos en el valor de la oración y en la posibilidad de la conversión, por enormes que sean los pecados cometidos. De hecho muchos grandes santos han sido grandes pecadores arrepentidos. La lista podemos empezarla con María Magdalena, de la que Jesús había echado siete demonios (cf. Mc 16,9), continúa con San Pablo y sigue ininterrumpidamente hasta hoy.