Hace unos días se publicaba en esta sección un espléndido artículo bajo el título de "¿Despertará de su letargo la Iglesia Católica en Cataluña?", firmado por Prudentius de Bárcino, en el que se hacía un certero diagnóstico de la deprimente situación por la que atraviesa nuestra Iglesia en toda la región catalana, bastante parecida, por otro lado, y por las mismas razones, a la que padecen las diócesis vascas, en particular San Sebastián y Bilbao. A medida que iba leyendo dicho artículo, crecía en mí la tristeza y dolorosa certidumbre del inmenso retroceso que ha sufrido la religión católica en esas zonas por culpa -es inútil disimularlo- del virus progre-nacionalista que ha infectado a gran parte del clero e instituciones apostólicas catalanas. ¿Qué ha quedado de aquella ardorosa y pujante Iglesia del siglo XIX, de la que surgieron grandes santos y fundadores de congregaciones religiosas de profundo calado? En cierta ocasión que visité al entonces arzobispo de Barcelona, cardenal Ricardo María Carles -con el que me ha unido desde antiguo una buena relación personal-, me dijo apenado que su gran problema era la secularización galopante de importantes barrios de Barcelona, hasta no hacía mucho de evidente fervor religioso, en los que últimamente apenas acudían a la misa dominical un tres por ciento de su población. Un hecho no muy distinto advertí en la co-catedral de Santa María de Castellón un domingo del mes de octubre del año pasado. Ese día íbamos de paso por allí mi mujer y yo, y entramos a oir misa a las once de la mañana. El ambiente que percibimos no podía ser más triste y desolador. Apenas asistíamos un par de docenas de personas. El celebrante, un curita joven, ofició la Eucaristía en catalán, un catalán tan acabado que al terminar la misa no pude resistir el impulso de entrar en la sacristía para "felicitarle" por lo bien que hablaba la lengua del "imperio" (el imperio de los Països Catalans). Bueno, no se lo dije así porque me contuve, pero no fue porque no lo pensara, ya que, ciertamente no me enteré de la misa la media, y nunca mejor dicho. El joven sacerdote me aclaró en seguida el equívoco: "es que soy de Amposta, aunque esté incardinado en la diócesis de Segorbe-Castellón". Eso lo explicaba todo, aunque no la paupérrima participación en una hora que la gran mayoría de iglesias de España estén -todavía- llenad de fieles. Al parecer, ciertos obispos y numeroso clero de los territorios nacionalistas centrífugos, no se han enterado aún que el nacionalismo es desertizador, abrasivo de la fe, cuyas consecuencias están bien a la vista. El nacionalismo, tanto más cuanto mayor es su aldeanismo, termina siendo por su propia naturaleza reductor, asfixiante, opresor, radicalmente opuesto al espíritu universalista, esto es, CATÓLICO, de la Iglesia de Roma. Por eso, al desviarse del camino cierto y seguro de la Iglesia Católica, repito, universalista, los resultados son tan raquíticos y empobrecidos: los seminarios vacíos, las iglesias desiertas y las obras de apostolado convertidas en cajas de recluta al servicio de políticas de odio y persecución del otro. Este nacionalismo "progresista" de campanario, no atrae nuevas adhesiones a la fe, pero tiene la "virtud" de espantar a muchas personas que se sienten incómodas en la estrechez de lindes tan menguados y agobiantes. Ya sé que al hablar así, los fieles guardianes de las esencias del régimen catalán -y también vasco- , me calificarán ipso facto de enemigo de Cataluña. No del nacionalismo reductor, mutilador, sino de la totalidad da Cataluña, incluida toda mi familia, tanto paterna como materna, afincada, crecida y nacida en Cataluña. Esa reacción me recuera el griterío que organizaba toda la prensa del franquismo -hasta La Vanguardia Española- contra las campañas "anti-españolas" que se "orquestaban" en el extranjero, particularmente en Francia, cada vez que los comunistas montaban un número en la Mituelité de París. Los mitineros de aquellos saraos no atacaban a España, como tampoco lo hicieron los del Contubernio de Munich, pero al franquismo, como ahora al nacionalismo menudito les interesa confundir la parte con el todo, porque en ello les va en su negocio. ¿Cómo salir de este autoengaño mortal para la fe? Simplemente, recuperando el espíritu universalista, católico, propio y definitorio de la Iglesia apostólica. Volviendo a la Iglesia ancha, abierta a todos, acogedora de toda lengua y toda expresión y carisma, sin marginaciones ni vetos. Personalmente creeré que la Iglesia Católica en Cataluña, y en las diócesis vascas, ha vuelto a la casa común, cuando vea entronizado en Barcelona un arzobispo negro, o indio, o simplemente polaco, o de las islas Colmbretes, como podría verlo en cualquer otra diócesis española. Sólo superando los prejuicios progre-nacionalistas, cabe la esperanza gozosa de que la Iglesia en Cataluña levante cabeza y recupere, en parte al menos, su perdido vigor.