Hace unos meses se suicidó en Barcelona un joven de 30 años. Era un ejecutivo «sobradamente preparado». Máster en dirección de empresas por Harvard, con dominio de cinco idiomas, dotes de mando y dos licenciaturas a cuestas. Un prometedor financiero, vamos. Dicen sus amigos que se tiró de un sexto piso «no por depresión, sino por no saber encontrar el gusto a la vida». Nadie como él navegaba por Internet; también era un hacha en eso de «hurtar» a Hacienda ciertos impuestos a través de inverosímiles procesos de ingenería financiera. Pero «no encontró el gusto por la vida». Sus padres invirtieron decenas de millones de pesetas en su educación y; saber, lo que se dice saber, sabía mucho. Tenía muchos conocimientos; y un currículum de vértigo. Pero la asignatura más importante de la existencia, esa que de aprobarla nos abre las puertas a la felicidad, esa, justamente, no la aprobó el joven «sobradamente preparado», porque, quizás, nunca llegó a cursarla. Y no me extraña. Hoy la escuela en España se ha convertido –también los más caros y prestigiosos colegios–, en plataformas que disparan grandes municiones de conocimientos y se comparan unas con otras por el número de ordenadores que hay en clase, los idiomas que cursan o las labores extraescolares. Muy bien, muy bien, pero, ¿y de la vida, qué?, ¿qué les dice la escuela a los chicos de hoy sobre dónde encontrar la felicidad, cómo superar las adversidades o encauzar el dolor?, ¿cómo les educamos para que tras un fracaso no tiren la toalla y consideren que la vida ya no tiene ningún sentido?, ¿con que brújula saldrán al mundo evitando el vértigo y la desesperación que irremediablemente acabará por llegar? He calculado más de 12.900 horas de clase que tuve en los 12 años largos que asistí al colegio, si sumamos todo el antiguo EGB, el BUP y el COU. ¡12.900 horas de clase! y, demonios, ¿para qué? Junto con el Pucha, el Tore, el Vall, el Llopis, el Guerra, el Roig, el Monchi, Ori, Higi, Ramón, Xomi, Roca y otros compañeros mártires, nos atiborrarron a estudiar una cantidad de asignaturas, que ahora, con la perspectiva del tiempo –ya comienzo a ser un poco mayor– las veo completamente inútiles. Y pienso qué bien nos hubiera venido a los amigos de la clase y a mí, haber estudiado un poco menos de Matemáticas, Física o Historia, y en contrapartida, dedicar unas horas a la semana a aprender a vivir. Porque no existe ningún manual, que yo sepa, en donde se explique como aprender a ser feliz. Un manual que diera las recetas necesarias para mitigar el dolor; afrontar la alargada sombra de la cruz que aparece en nuestras vidas; aplacar iras; enjugar lágrimas y liberar miedos. Un texto que nos enseñara a saber perdonar; a encajar los sufrimientos diarios y encauzar problemas. En definitiva, aprender a vivir mejor nuestra vida para ser felices, que es el objetivo que todos perseguimos. Nuestra escuela no enseña, es una gran estafa. Sobran asignaturas superfluas y faltan materias que enseñen a «aprender a vivir». Así, posiblemente, formemos menos «jóvenes sobradamente preparados» y más personas felices que tengan «el gusto por la vida». ¡12.900 horas de clase! y, ¿para qué? Algo falla en nuestro sistema educativo. Urge una asignatura que nos enseñe a vivir.