Tenemos que remontarnos a los primeros días del mes de enero de 1939 para comprender ese cúmulo de acontecimientos que se concatenaron hasta propiciar el nombramiento en 1946 de
Aureli María Escarré como abad de Montserrat. La impronta que él dejará en la abadía marcará para siempre los destinos y el futuro de la comunidad monástica montserratina. Tenía apenas 28 años cuando logra huir junto con otros monjes a Italia gracias a las gestiones del conseller
Ventura Gassol y salvarse así de la suerte que corrió buena parte de la comunidad monástica que fue inmolada cruelmente por los milicianos de la FAI en julio de 1936. A finales de 1938 logró pasar a Zaragoza y desde allí, en los primeros días de enero de 1939, llegar a Montserrat antes del arribo de las tropas franquistas, firmándose en un recibo por la compra de unas gallinas como “prior de Montserrat” y de esta manera testimoniar de manera documental que el monasterio no necesitaba de un comisario eclesiástico nombrado desde Salamanca. De esta manera su figura empezó a hacerse imprescindible para el abad
Marcet, ya enfermo y fuertemente dolido por su cercenada comunidad monástica. En 1941, apenas dos años después, será nombrado abad coadjutor y en 1946, tras la muerte del abad
Marcet, recibirá la consagración abacial. Los casi veinte años en los que estuvo al frente de Montserrat marcaron indeleblemente a la comunidad benedictina. No es aquí el lugar para compendiar el conjunto de obras, reformas e iniciativas de todo tipo que surgieron bajo su abaciado. Únicamente subrayar su carácter fuertemente egocéntrico y la obsesión megalómana que marcaron el conjunto de sus actuaciones y sus relaciones con la comunidad. De temperamento fuertemente autoritario aunque con tonos de coloración paternalista, quiso rodearse de un conjunto de monjes jóvenes que lo secundaran en sus actuaciones. Buena parte de los cuales, más tarde y tras su caída como abad y su posterior exilio, tuvieron que trasladarse a Sant Miquel de Cuixà, convirtiendo en 1965 aquel monasterio en una suerte de priorato montserratino. Desde los primeros días de su ministerio abacial manifestó una inquebrantable adhesión a la persona de Franco, a quien honraba con el tributo de una declarada admiración personal. Admiración que era correspondida por el mismo Generalísimo que tampoco ocultaba su reconocimiento personal a Dom Aurelio María por su labor restauradora. Sabía bien el padre abad que quien “a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”. Pero con la llegada del concilio Vaticano II y la década de los sesenta,
Escarré vio cambiar las tornas. Ciertamente él, gozaba desde Montserrat de un privilegiado observatorio de la realidad religiosa, social y política. Sus para nada ocultas ambiciones personales le llevaron a codiciar la sucesión de Don
Benjamín de Arriba y Castro, cardenal arzobispo de Tarragona. Siendo él mismo oriundo de aquella tierra (nació en 1908 en L´Arboç del Penedés), ¿quién mejor para ocupar la sede primada y cardenalicia de Tarragona? Cambiando la orientación de sus afectos políticos y sabiéndose enmarcado en los nuevos tiempos que llegaron a la Iglesia con el Concilio Vaticano II y los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI, empezó a conspirar para ello. En la tarea contó con la anuencia de la disidencia política catalana, muy estratégicamente cobijada y amparada por la comunidad benedictina, que aún conociendo el carácter ambicioso y ególatra del abad
Escarré de primera mano, dieron cuerda al conjunto de sus nuevas actuaciones sabiéndose beneficiarios de su ahora recién estrenado “catalanismo”. Esos políticos e intelectuales, entre los cuales se encontraba el recientemente fallecido
Josep Benet, mantuvieron y sostuvieron el “mito Escarré” hasta nuestros días. Pero
Escarré se encontró con un obstáculo mayor que el ahora contrariado régimen franquista: la figura del Abad
Anselmo María Albareda, prefecto de la Biblioteca Vaticana, que en el mes de marzo de 1962 había sido nombrado cardenal. El cardenal
Albareda mantuvo informada a la Santa Sede del sentido de todos y cada uno de los gestos que, muy especialmente desde las declaraciones de
Escarré al diario parisino “Figaró” en 1963 en contra del régimen franquista, iban a acompañar la figura del abad de Montserrat. El cardenal
Albareda, acompañando a Pablo VI durante el transcurso de una Audiencia en 1964, previno al Papa de la presencia en el Aula del Abad
Escarré, que con el ara del nuevo altar de Montserrat bajo el brazo pretendía que el Papa la bendijese en aquel momento.
Escarré abandonó definitivamente Montserrat como exiliado en 1965, para ser acogido en la abadía italiana de Viboldone de donde regresaría enfermo y moribundo en 1968 por las gestiones del Abad
Just, que le hizo hospedar en el monasterio femenino de San Pedro de las Puellas donde falleció en 1968 hace ahora 40 años. Todos esos acontecimientos iban a sangrar moral y espiritualmente a la comunidad benedictina, a partir de aquel momento fuertemente dividida entre partidarios y opositores a
Escarré. Ni siquiera el prudente ministerio del abad coadjutor Dom
Gabriel María Brasó pudo apaciguar los ánimos y lograr el don de la unidad para la comunidad monástica. El traslado, por no decir destierro, de los apoyos más incondicionales de Escarré en Montserrat fue un momento crucial para el monasterio. Capitaneados por Dom
Oleguer Mª Porcel tomaron posesión de Sant Miquel de Cuixà, tras el abandono del cenobio en 1965 por la comunidad de Fontfroide, que había restaurado la vida monástica después del paso a manos privadas de la propiedad, acontecimiento del que ahora se cumplen cien años. Resulta evidente que una comunidad monástica lacerada con tantas heridas difícilmente podía reencontrar un camino de renovación y sana reforma monástica en unos años tan críticos, y bajo el abaciado de un personalidad tan contradictoria como la de su sucesor el abad
Cassià Mª Just, elegido por una parte de la comunidad que se amotinaba contra otra. A partir de 1966 Montserrat vivirá una esquizofrenia perpetua entre el papel que desea ejercer en el seno de la sociedad catalana y las tensiones que sufre en su interior. La renuncia al carácter vitalicio de la figura del abad, que se convierte en un cargo temporal -figura prevista en la actualidad- y que se inicia con la renuncia del abad Dom
Just en 1989, no otorgará al monasterio la calma y el sosiego que una comunidad necesita para su enriquecimiento espiritual. La decadencia monástica se acentuará aún mucho más bajo los abaciados temporales de Dom
Sebastià Bardolet y Dom
Josep Maria Soler, llegando incluso a estallar, durante el periodo de este último, un escándalo moral de índole “contradictoria” que alteró aún más si cabe la “pax” benedictina. Pero las iras del abad se dirigieron especialmente hacia aquellos monjes que denunciaron e hicieron saltar a la prensa el turbio asunto. Este asunto, como otros tantos, se zanjó con un dorado exilio de algunos de los involucrados al priorato de “El Miracle” en Solsona. Pero la serenidad no llegó a Montserrat. Fue entonces cuando su abad, presentándose como hombre moderado y menos secularizado e intervencionista en asuntos políticos, aspiró a recoger los suficientes consensos como para ser nombrado sucesor de Mons.
Carles al arzobispado de Barcelona. Roma incomprensiblemente bloqueó la carrera de
Soler, apoyada por los sectores progre-catalanistas y privilegió a
Sistach como “mal menor”, candidato de compromiso entre él y Mons.
Ureña que se había ido perfilando como aquel sucesor auspiciado por
Carles. Desde entonces
Soler y
Sistach tienen una deuda pendiente y el abad de Montserrat, ahora ya caídas todas las máscaras, no deja pasar ocasión para ningunear a Sistach, al menos en los ámbitos donde su jurisdicción se lo permite. Los funerales del abad emérito
Just y del erudito historiador Josep Benet, acaecidos estos días, han representado ocasión propicia para ello. Hoy en día Montserrat es uno de monasterios más secularizados no solo de la Congregación Sublacense a la que pertenece, sino de toda la Iglesia, y uno de los que mayormente están sufriendo la crisis provocada por el progresismo que en estos últimos cuarenta años ha hecho estragos en la vida monástica. Pero mientras muchos, como la mayoría de los franceses -incluso En Calcat-, vuelven sobre sus pasos y emprenden una muy seria reforma de sus comunidades según el espíritu de su fundador, Montserrat, con la excusa de que siendo un Santuario es algo más que un monasterio, se resiste a emprender una reforma tan delicada como urgente. No es de extrañar que el abad Soler, en la conferencia que impartió en La Sorbona hace unos meses, más que hablar de una reforma bajo ese prisma, se dedicó a proclamar la necesidad de una adaptación de la vocación monástica a los tiempos modernos. En Montserrat eso ha comenzado por la destrucción de lo que hasta ahora habíamos conocido como milenaria Escolanía. Ahora los chicos se dejan el pelo largo y van con piercings, abandonan la abadía tras las clases todos los viernes por la tarde (algunos incluso pernoctan cada día en su casa) y pronto verán entre sus filas algunas “mozalbetas” que les alegrarán sus años de adolescencia, tras lo cual, y nos resulta evidente, desaparecerá el más antiguo coro de voces blancas del mundo. Es lo que trae la coeducación. Con todo este conjunto de hechos históricos como telón de fondo no es de extrañar que este año, aún cumpliéndose el centenario del nacimiento del Abad Escarré y el 40 aniversario de su muerte, Montserrat y su Abad observen recatado silencio sobre aquel personaje que habiéndose constituido en el creador del “Montserrat moderno”, según el apelativo tan querido por los monjes historiadores Raguer y Massot, puede ostentar con merecida justicia el título de “principal causante” de la crisis de la que aún no ha salido ni se prevé pueda salir la muy querida abadía montserratina. “Muy querida” porque custodia la imagen de la Virgen, aunque la tengan en cámara acorazada y pongan a veneración sólo una copia, que por cierto ahora debe ser restaurada. Y mientras, llevan adelante la colecta para sufragar el nuevo órgano monumental de los talleres Blancafort de Collbató y el nuevo altar de la Capilla de la Trinidad de Cuixà… Siempre en el Montserrat moderno, más importante el decorado que la sustancia...
Germinans germinabit