Apenas había aterrizado Francisco del agotador vuelo desde Brasil a Roma, “más contento que cansado”, cuando el mundo twittero ya echaba humo de un entusiasmo especialmente llamativo en quienes han reservado a sus predecesores un tratamiento nefasto e incluso mendaz. Sobre el Atlántico el Papa había concedido una larga entrevista (hora y veinte según las crónicas) sin eludir pregunta alguna, de la reforma de la Curia y el IOR a la supuesta existencia de un lobby gay en el Vaticano, pasando por la cuestión de la pobreza, su relación con Benedicto XVI o su empeño en denominarse “Obispo de Roma”.
El entusiasmo venía, sobre todo, por este fragmento: “Cuando uno se encuentra con una persona así, debe distinguir entre el hecho de ser gay del hecho de hacer lobby, porque ningún lobby es bueno. Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo? El catecismo de la Iglesia católica lo explica de forma muy bella esto. Dice que no se deben marginar a estas personas por eso”. El Papa responde refiriéndose a cuanto dice, “de forma muy bella”, el Catecismo de la Iglesia Católica. Ni él ni la Iglesia pueden juzgar el corazón de una persona, sea homosexual o no, pero como explica en otro momento, sobre las relaciones homosexuales o sobre su equiparación con el matrimonio “la Iglesia tiene una doctrina clara… y mi postura es la de la Iglesia, yo soy hijo de la Iglesia”. Recuerdo una hermosa entrevista al Cardenal Ratzinger pocos meses antes de ser elegido papa, en la que hablaba con gran delicadeza de “tantos homosexuales que buscan el modo de llevar una vida justa”. Eso nadie lo destacó.
Horas antes de conocerse esta entrevista, el columnista Gabriel Albiac había publicado un interesante comentario en ABC. Desde su ateísmo reconocido Albiac se confiesa un entusiasta de Benedicto XVI y reconoce sin empacho (es de los pocos) que el Pontífice emérito le llegaba mucho más directamente que Francisco. Pero reconoce que ambos, desde su máxima autoridad en la Iglesia, han sostenido la necesidad de una sana laicidad del Estado, y por ello les muestra gratitud y amistad. Es curioso que El País destacase a toda plana esta afirmación que Francisco hizo tan sólo una vez, durante su discurso a los políticos brasileños. Benedicto XVI había hecho de este tema uno de los ejes de su magisterio pero el diario prisaico jamás se lo reconoció. Es una historia que se repite estos días, por ejemplo con el mencionado tema de la homosexualidad o con el deseo de una Iglesia más austera, sencilla y desmundanizada.
Con esto no quiero decir que Francisco haya dicho “lo de siempre y nada más”. Ciertamente ha dicho lo de siempre, algo que Benedicto y Juan Pablo habían dicho a su manera muchas veces, pero también es cierto que se trata de comunicar una vida no una piedra. Y eso implica registros, matices, ángulos, sentido de la oportunidad. Creo que es una excelente noticia que las palabras del Papa Bergoglio tengan el don de las trompetas de Jericó, o sea, el de derribar muros y prejuicios tercamente asentados. A veces por un déficit o una rigidez de la comunicación eclesial, y otras muchas, por una hostilidad casi enfermiza. Seguramente Benedicto, que según ha contado Francisco a los periodistas vive en el Vaticano como el abuelo en casa, el abuelo sabio que es venerado, amado y escuchado, habrá sonreído al contemplar este resultado. Él que sabe tanto de orquestas, puede valorar mejor que nadie el don de la trompeta que afina Francisco. Para bien de todos.
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