La 28ª Jornada Mundial de la Juventud que acaba de celebrarse en Río de Janeiro, nos ha dejado ciertas referencias, como ocurre siempre en estos grandes acontecimientos eclesiales, que acaso merezca la pena destacar.
No me refiero al fondo de los discursos, catequesis u homilías del Papa Francisco en esta ocasión. Doctores tiene la Iglesia, muchísimo más doctos y competentes que yo en materia doctrinal, que sin duda lo harán con la profundidad que exija cada una de sus palabras, aunque, bien mirado, la doctrina siempre es la misma, si bien en cada época pueda ponerse más el acento en este o el otro punto, según las circunstancias de cada momento.
Por mi parte quisiera detenerme en las maneras, en la forma que tiene el papa Francisco para hacerse entender por la gente, por el público en general. Él quiere ser un Papa cercano, próximo a las personas, tanto individual como colectivamente, cálido en el trato, sencillo en la expresión, claro en la exposición de los conceptos. Uno, que ya tiene sus años, echa la vista atrás y recuerda, por ejemplo, la extrema solemnidad de Pío XII con la tiara puesta y subido en la silla gestatoria dando la bendición a diestro y siniestro en la plaza de San Pedro. De entonces acá, cuánto han cambiado las formas externas pontificias, el estar ante los fieles. De aquellos Papas enclaustrados entre los muros del Vaticano, a los de nuestros días, viajeros, corre caminos, peregrinos del mundo entero, que no esperan a que la gente vaya a rendirles pleitesía en la Santa Sede, sino que salen a su encuentro, a conocerles personalmente en su medio, en su propio lugar.
Y en la manera de hablar. De aquella forma mayestática, tanto por escrito como verbalmente, de dirigirse al mundo, a la Iglesia universal, en las audiencias públicas, a la simplicidad del lenguaje de los últimos Papas, media un abismo. Ha sido una gozada oír hablar a Francisco en su lengua propia en no pocas ocasiones durante estas JMJ de Río; un español casi de Siglo de Oro pasado por las aguas del Río de la Plata, cadencioso, musical, con expresiones espontáneas populares, improvisadas, fuera de guión, más allá del texto escrito que llevaba preparado, que le daban una gran fuerza comunicativa.
También he notado un aprovechamiento frecuente de las situaciones propicias al uso de la imagen. Si una imagen vale más que mil palabras, según los teóricos de la comunicación, el papa Francisco sabe muy bien como hacerlo, al servicio de los mensajes que pretende difundir. O sea, imágenes como apoyo de las reflexiones morales que en cada caso quiere manifestar. Así ha sido en sus visitas a las favelas, al hospital de enfermos de sida, a una prisión de Río, o sea, a lugares y personas situadas en la marginación, a focos de exclusión social engendrados por una sociedad, no diré poco igualitaria, que eso de la igualdad es una quiera marxista, sino poco equitativa y, en todo caso, mal gestionada.
El Papa, enseñando en directo con su presencia la situación lamentable de ciertos grupos sociales, aprovecha las imágenes para clamar contra las injusticias de este mundo, que aún le falta un muy largo camino que recorrer para crear una sociedad medianamente aceptable. Ahí tenemos otro rasgo distintivo del Papa Francisco, además de su deseo de proximidad a la gente: el uso acertado de la imagen como soporte de su catequesis de la palabra, es decir, la mezcla de imagen y palabra en un mismo fin. Innegablemente, este Papa sabe el mundo en el que vive, tiene los pies en la tierra. Dios quiera que su impulso misionero sea comprendido y puesto en práctica por todo el organigrama de la Iglesia, empezando por las parroquias, núcleo básico del tejido eclesial.