La tesis, mantenida por la izquierda española con un fervor verdaderamente digno de mejor causa, de que el aborto constituye no solo un derecho, sino un derecho fundamental, choca frontalmente con la doble evidencia de que éste no se halla recogido en ninguna de las grandes declaraciones universales ni regionales de derechos, y que se pueden contar con los dedos de una mano las constituciones que lo consagran de manera explícita.
De modo que la inmensa mayoría de los países que han introducido esta práctica lo han hecho bien mediante normas de rango infraconstitucional –como es el caso de España, con la particularidad de que la compatibilidad de nuestra ley del aborto con la Constitución está todavía por demostrar–, bien mediante sentencias de sus más altos tribunales, en las que merced a complicados contorsionismos jurídicos se ha logrado argumentar su licitud a partir del derecho al libre desarrollo de la personalidad.
Dicho en términos coloquiales: introduciéndolo en nuestros ordenamientos jurídicos por la puerta de atrás, y en no pocos casos obviando ese debate social que tan unánime resultado debería –si nos atenemos a sus consignas– dar.
Pues bien: demagogias aparte, lo que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos acaba de hacer con su ya histórica sentencia Dobbs vs Jackson WHO no ha sido sino sacar al país de esta última categoría, en la que en 1973 le introdujo la no menos controvertida sentencia Roe vs. Wade, para reconducirlo a la categoría inmediatamente anterior. En otras palabras, afirmar que si los ciudadanos estadounidenses deseaban resolver ese «asunto moral profundo» que suscita tantas «visiones opuestas» en un sentido favorable al aborto, habrán de ser sus legisladores estatales y no el más alto órgano judicial de la Federación quien deba procurar satisfacción a sus demandas.
La posición del Supremo resulta constitucionalmente impecable: y es que si, como constata la opinión mayoritaria del Tribunal salida de la pluma del Juez Alito, «la Constitución no hace ninguna referencia al aborto», ni puede tampoco éste considerarse sin más «implícito en el concepto de libertad», lo que al supremo guardián de su letra le corresponde hacer no es arrogarse el poder para introducirlo en el sistema legislativo estadounidense –que es lo que erróneamente hizo Roe–, sino «acatar la Constitución y devolver el asunto del aborto a los representantes del pueblo», que es lo que acertadamente propone Dobbs.
Y es precisamente por ello que la posición del Supremo resulta, además, democráticamente inatacable: con Dobbs la regulación del aborto pasa de depender de la rigidez y el dogmatismo de unos jueces –que cuando dictaron Roe, hace casi medio siglo eran ocho varones y una sola mujer– a depender del debate vivo, pragmático y responsable que legítimos representantes de la ciudadanía decidan libremente entablar; de un órgano federal, a los legislativos de los Estados; y del excepcionalismo a la normalidad que rigió «durante los 185 primeros años desde la adaptación de la Constitución, [cuando] se permitía que cada Estado gestionase este asunto en concordancia con la visión de sus ciudadanos».
De modo que aunque todavía sea temprano para augurar si la resolución adoptada ayer por el Supremo acabará o no traduciéndose en un avance para la vida, no lo es para afirmar que nos hallamos ante un triunfo para la democracia y la división de poderes. Y esto, ¿a quién sino a un fanático podría molestarle?
Publicado en ABC.
Carlos Flores Juberías es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia.