Al concluir la Misa en el Santuario de Aparecida los acólitos hicieron ademán de entregar al Papa el báculo pastoral para descender del altar. Con un rápido movimiento Francisco declinó la invitación y pidió con viveza que en su lugar le diesen la pequeña imagen réplica de Nuestra Señora de Aparecida, que el Arzobispo de la diócesis, Cardenal Raymundo Damasceno, le había obsequiado al inicio de la celebración. Se diría que el Papa no la sostenía sino que se agarraba a la frágil figura de la Virgen. Aferrado a ella recorrió un largo tramo del pasillo, como si Nuestra Señora fuese una suerte de nuevo báculo para el Sucesor de Pedro. Después, asomado al balcón del Santuario, completó ese gesto bendiciendo al pueblo reunido en la explanada con la misma imagen de color negro, el color de los esclavos.
Al llegar al Santuario, Francisco había puesto su ministerio y el éxito de la JMJ bajo la protección de la Señora de Aparecida, y como en una confidencia le había dicho: “Tú no dudaste, yo tampoco puedo dudar”. Singular vínculo el de Pedro y María, como puso genialmente de manifiesto el teólogo Balthasar. Francisco lo ha hecho evidente con sus gestos: María es la obediencia perfecta de la fe, y es también la protección invencible de cada pobre fiel cristiano. María es el camino seguro a Jesús, la que protege la fe de los pobres del intelectualismo descarnado, del narcisismo y de las reducciones ideológicas. Por eso los santuarios han sido, precisamente en América Latina, centros de gravedad que protegían el equilibro de la fe y la totalidad de la figura eclesial frente a tantos embates. Curioso que algunos campeones de la ideologización de la fe simulen ahora estar contentos, aparentando no entender lo que el Papa está diciendo.
En su primera homilía Francisco recordó la aparente fragilidad de la mujer del Apocalipsis perseguida por el dragón. “El dragón, el mal, existe en nuestra historia, reconoció el Papa, pero no es el más fuerte. El más fuerte es Dios, y Dios es nuestra esperanza”. María, figura de la Iglesia, parece endeble y acosada, pero finalmente vence porque se apoya únicamente en su Señor. No hay otra cura para tantos desasosiegos eclesiales.
También pidió que en medio de las dificultades “nos dejemos sorprender por Dios”. Y puso como ejemplo la historia del santuario de Aparecida donde tres pescadores, tras una jornada baldía, encuentran una imagen de Nuestra Señora de la Concepción, y el lugar de una pesca infructuosa se convertiría en el lugar donde todos los brasileños pueden sentirse hijos de la misma Madre. Francisco ha querido decir que frente a los determinismos de todo tipo (la gran peste del siglo XX) la historia no está escrita, está abierta al drama de la libertad humana y en ella juega Uno que no suele contar en nuestros análisis: desde luego, no en los de muchos periodistas, pero tampoco en los de algunos eclesiásticos.
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