Una de las cosas más extrañas y dolientes es la actitud de muchos ante la Iglesia: se consideran católicos, incluso hasta pueden ir a Misa los domingos, pero la Iglesia es para ellos una realidad ajena, en la que no están involucrados, y si hablan de ella, no es precisamente para defenderla, sino para criticarla. La Iglesia es simplemente cosa de curas y monjas. Creo que puede ser interesante que nos preguntemos, si, aparte de considerarme católico, me considero miembro de la Iglesia.
Lo primero que tenemos que hacer es enterarnos qué es la Iglesia. En el Catecismo de la Iglesia Católica, en su número 777, nos encontramos con la siguiente definición de Iglesia, definición que por el lugar donde se encuentra, la podemos llamar tranquilamente la definición que la Iglesia Católica da de sí misma: “La palabra Iglesia designa la asamblea de aquéllos a quienes convoca la Palabra de Dios para formar el Pueblo de Dios y que, alimentados con el Cuerpo de Cristo, se convierten ellos mismos en Cuerpo de Cristo”.
Y ahora viene la pregunta que hay que hacerse: “¿Yo, soy Iglesia?”, o lo que es por lo menos muy parecido: “¿cumplo las condiciones de la definición?”. Creo que eso tenemos que planteárnoslo muy en serio. Que la Iglesia es la Asamblea de los fieles cristianos, más o menos lo sabíamos, y que ése es el pegamento que nos une a la Iglesia, también, aunque ese pegamento sea con frecuencia tan débil como el del chicle. Que el que nos ha llamado a ser miembros de la Iglesia es Jesucristo, aunque tal vez apenas nos damos cuenta, también lo sabíamos. Pero que nos llama por medio de su Palabra, de eso muchas veces no tenemos ni idea. Es por tanto uno más de los motivos para leerme la Biblia y en especial los evangelios.
¿Para qué nos convoca la Palabra de Dios? Aquí sí que la respuesta es clara: para convertirnos y creer en el evangelio y formar así el Pueblo de Dios. Todos los convocados somos Pueblo de Dios, no sólo los curas y las monjas, y como no creo que queramos autoexcluirnos, en consecuencia también nosotros también somos Iglesia.
En la narración del mito del pecado original, leemos lo que la serpiente le dice a Eva: “en el momento en que comáis, seréis como Dios”(Gen 3,5). Creo que es algo que a todos nos encantaría: ser como Dios. Pues el Catecismo nos dice que está a nuestro alcance, pero fijémonos en el camino: alimentados con el Cuerpo de Cristo, nos convertimos nosotros mismos en Cuerpo de Cristo. Alimentarse con el Cuerpo de Cristo es, evidentemente, recibir la Comunión. Esto nos plantea un montón de cosas. Para empezar, si no dejo demasiado fácilmente de comulgar. Indudablemente, la mejor oración, la más importante que podemos hacer, es recibir a Jesús en la Comunión. Y ello nos lleva a tener seguramente que lamentarnos de nuestra ligereza y pereza. Simplemente porque me aburro, dejamos muchos domingos de ir a Misa y comulgar. Para evitar el aburrimiento, pongamos los medios. Vayamos a los primeros bancos y no nos pongamos a oír Misa detrás de una columna. Procuremos estar atentos y rezar. Porque el premio es muy importante: ser yo mismo Cuerpo de Cristo, por supuesto sin perder mi individualidad ni mi personalidad. Y san Pablo lo confirma cuando nos dice que somos hijos de Dios por adopción.
Y vuelvo a la palabra asamblea: ¿quiénes la componemos? No sólo estamos con la Virgen y los Santos, sino con muchísimas otras personas de todas las edades y condición social. Pensemos en el ejemplo que nos dan los jóvenes en las JMJ. Los creyentes no sólo no somos bichos raros, sino que creemos en el sentido de la vida y somos portadores de esperanza. Estoy muy orgulloso de la labor de nuestros misioneros y, desde luego, ninguna institución del mundo hace más por los pobres y marginados que la Iglesia Católica. Si nos consideramos miembros de la Iglesia, hay una cosa clara: por serlo, no somos bichos raros. Hay muchos, muchísimos, que piensan como nosotros, pero hay que acostumbrarse a dar la cara. Y esto vale para todos los creyentes. Es increíble que nos dejemos apabullar por unos individuos que ni saben el sentido de la vida, ni tienen esperanza, y cuando presumen de ayudar a los pobres, protagonizan escándalos mayúsculos.
Pedro Trevijano