El impulso sexual humano difiere del del animal, que está basado en comportamientos instintivos, dictados por la naturaleza, mientras que en el hombre la voluntad y, en consecuencia, la libertad tienen su palabra que decir. La tendencia sexual transciende el determinismo del orden biológico y, por ello, sus manifestaciones en el ser humano han de juzgarse en el plano de la responsabilidad moral, lo que es posible porque el impulso sexual no nos determina enteramente, sino que deja campo de acción a la libertad. Además, el aspecto social de la moral sexual ha de tomarse en consideración tanto o más que el aspecto individual, elevando sus manifestaciones no sólo a un nivel digno de las personas, sino también al del bien común de la sociedad.
La castidad supone poner la sexualidad al servicio del amor, siendo para ello necesaria una educación que promueva y dirija gradualmente la persona, en las distintas etapas de su existencia, hacia su plena realización. La castidad conyugal será, por tanto, una virtud esencialmente dinámica, dada su estrecha asociación con el amor al servicio de la vida, y tratará de unir las inclinaciones de la carne con las del espíritu a fin de integrarlas y ponerlas al servicio del amor sobrenatural. En palabras más simples, la virtud cristiana de la castidad conyugal regula la actuación de la sexualidad humana dentro del matrimonio según la recta razón iluminada por la fe. La ética matrimonial cristiana valora el amor y la sexualidad y las considera dos realidades estrechamente unidas.
Por el contrario, todo empleo no amoroso de la dimensión sexual humana, aun supuesto un acuerdo mutuo previamente establecido entre los interesados, supone una degradación de lo que debe ser expresión personal de amor; entraña por ello una cosificación del otro y una regresión egoísta, que transforma la dinámica altruista, propia del diálogo conyugal, en una búsqueda empobrecida del propio placer. Toda cosificación de la persona convierte en objeto a quien es esencialmente sujeto.
Existen desde luego criterios objetivos para determinar el valor moral de la relación conyugal, pero son criterios tomados de la naturaleza de la persona y no meramente de la función biológica; así como de la convicción de que el hombre es una persona. Ello nos hace aceptar la subordinación del deleite al amor.
La no apertura a la vida es también fundamentalmente un problema moral, que exige el cambiar de mentalidad a fin de considerar a los hijos como una bendición y no como una carga, recuperando el nexo íntimo que hay entre sexualidad y reproducción y siendo conscientes de que la fecundidad carnal tiene su sitio junto a otros valores y que los problemas morales deben ser resueltos con soluciones de generosidad y entrega. Hoy ya no basta la repetición de unas leyes, por muy verdaderas que sean, si no se indican al mismo tiempo los valores que en ellas se encierran. La imposición autoritaria de unas normas éticas sólo sirve para mantener una sumisión infantilizada en aquéllos que no aspiran a vivir de una manera adulta. La gente tiene derecho a saber el porqué de lo mandado como imperativo moral y así hay que mostrarle los valores positivos de la sexualidad y el que ni las relaciones prematrimoniales ni las prácticas egoístas ayudan a la felicidad de la pareja. Sus interrogantes no son con frecuencia fruto de rebeldía o de falta de docilidad, aunque a veces se propongan en ese clima, sino que pueden ser un auténtico interrogante e incluso una manifestación de madurez humana y evangélica.
Y así la paternidad comienza a ser responsable cuando los padres no sólo deciden tener al hijo, sino que aceptan el compromiso de educarlo. No es suficiente con traer hijos al mundo, sino que se trata de formar seres humanos. Así como asumen el alimentar y asear al hijo y cuidar de su salud, aceptan conducirle hasta la edad adulta, estimulando su crecimiento en todas las dimensiones de la persona. La paternidad es responsable cuando no se deja al hijo vagar en soledad sin apoyos ni puntos de referencia, sino que se le ofrecen conocimientos, valores y afectos con los que pueda ser construida su personalidad. Gastar tiempo con y en los hijos es la mejor y más fructífera inversión que pueden hacer unos padres en su vida.
La responsabilidad no empieza si se abandona al hijo al capricho egocéntrico propio de la primera infancia y a eso se le llama libertad. Empieza cuando se promocionan algunas conductas, comportamientos y valores y se erradican otros; cuando se le ofrece una información básica y clara de lo que está bien y de lo que está mal; cuando se marcan los cauces necesarios para la formación de su persona y la relación con los demás; cuando se le ofrece la posibilidad de un desarrollo afectivo e intelectual sólido y equilibrado; cuando le enseñan a crearse criterios y decidir; cuando le educan al ejercicio de la libertad; cuando no le niegan su posibilidad de crecer. En pocas palabras, cuando se le deja asumir y ejercer sus responsabilidades.
La educación afectivo sexual ha de ser una educación para el amor y debe empezar cuanto antes, acompañando a niños, adolescentes y jóvenes en su evolución y preparándoles para una vida sexual normal, en la que el amor sea el valor primordial y haya una educación tal de la voluntad, de modo que el educando pueda llegar a ser una persona libre, capaz de mandar en sí y en sus instintos.
Pedro Trevijano