El reino de Carlomagno estaba integrado por diversas naciones y por personas de diferentes razas y lenguas, pero todos sus súbditos eran cristianos. En cierto modo podía decirse que había pasado de ser inicialmente el bárbaro rey de los francos a ser ahora el rey de los cristianos de Occidente y el paladín de Roma, la ciudad imperial.
Si los emperadores bizantinos presidían concilios eclesiásticos, influían en sus decisiones y las hacían ejecutivas mediante edictos imperiales, Carlomagno también, tras convocarlos y presidirlos, hacía que sus decisiones fuesen eficaces promulgando reales edictos. Como el basileus, él también ejercía de rey y de sacerdote. El papa Adriano I escribió sobre él la siguiente laudatoria oración: “Señor, salva al rey y atiéndenos cuando te invocamos, porque un nuevo y muy cristiano emperador Constantino ha surgido en nuestro tiempo, el cual Dios se ha dignado dárselo a la Santa Iglesia de Pedro, el príncipe de los apóstoles”.
Los sucesos que tuvieron lugar entonces en Constantinopla y en Roma habían modificado la situación abriéndole la posibilidad de ser emperador. Dos acontecimientos aceleraron esta posibilidad: el primero fue el fallecimiento del Papa Adriano I el 25 de diciembre de 795; el segundo fue la conspiración palaciega de Bizancio, pues se atentó contra el emperador Constantino VI, a quien le sacaron los ojos –según dicen, “por sus malas costumbres”- algunos sicarios de su madre Irene, quien, sorprendentemente, fue elegida emperatriz a pesar de ser mujer, lo que la invalidaba para ejercer la función sacerdotal correspondiente al emperador romano.
La elección de un nuevo Papa, León III, favoreció las aspiraciones imperiales del rey de los francos porque ese sumo pontífice no tenía ni el prestigio ni la fuerte personalidad de Adriano I.
Cuando Carlomagno se disponía a partir para Italia, Alcuin le dedicó el siguiente poema: “Dios te ha hecho soberano de tu reino. Roma, capital del mundo, de quien eres señor, y el papa, primer sacerdote del Universo, te esperan. Que la mano de Dios todopoderoso te conduzca para que reines felizmente sobre toda la Tierra. Regresa pronto, bienamado David. Tu patria se prepara para recibirte victorioso a tu vuelta, con sus manos llenas de laureles para ti”.
En la fiesta de la Navidad de 800, primer día del año, se celebró en el Vaticano la ceremonia de la coronación imperial. La basílica de San Pedro resplandecía con la claridad procedente de las innumerables luminarias colocadas sobre sus numerosos altares, que hacían relucir los objetos de oro y de plata. En el majestuoso templo, que estaba dividido en cinco naves por enormes y elegantes columnas, una inmensa multitud, encabezada por los integrantes de la magna Asamblea que decidió que Carlomagno accediese a la dignidad imperial, se reunió para asistir a la Santa Misa que iba a oficiar León III.
El rey de los francos hizo su entrada solemne en la iglesia revestido a la romana con una amplia túnica y la clámide, acompañado de su hijo mayor Carlos, dirigiéndose a la Confesión de San Pedro para, de rodillas, orar ante el Apóstol. Al incorporarse se dio cuenta de que, inesperadamente, el Papa colocaba sobre su cabeza una corona de oro sacada del tesoro de San Pedro. Entonces los fieles romanos exclamaron unánimemente, inspirados por Dios y por el bienaventurado Pedro: “A Carlos, muy piadoso Augusto, coronado por Dios grande y pacífico emperador, vida y victoria”. Esta aclamación fue repetida tres veces ante la Confesión de San Pedro y, después, se invocó a numerosos santos. Por todos Carlomagno fue constituido emperador de los romanos.
La ceremonia continuó con la prosternación del Papa ante Carlomagno, copiada del rito imperial bizantino, pues los cortesanos francos habían recordado a León III la necesidad de que hiciera ese gesto, porque su genuflexión ante el emperador visualizaba la humillación del Papa, que estaba sometido a la soberanía política imperial, salvo en lo relativo a la doctrina de la fe y al culto divino.
Como era la primera vez que un Papa coronaba a un emperador, el desarrollo de la ceremonia se realizó a su conveniencia por la corte pontificia, sin la intervención ni conocimiento de Carlomagno. Si León III o algún ministro suyo le hubiese consultado, él le hubiera dicho que tanto en el rito bizantino como en los coronamientos reales la aclamación popular precede a la imposición de la corona.
En realidad el emperador estaba convencido de que el Papa había invertido maliciosamente las fases de la ceremonia para que fuese él, y no el pueblo, quien lo constituyese emperador, lo que era injusto y reprobable porque el Papa no era superior al emperador, ni tampoco éste era lugarteniente del sumo pontífice.
La Santa Sede abusó de la confianza de Carlomagno, pues León III fue marrullero con él. Carlomagno iba a resarcirse ejerciendo plenamente su autoridad imperial en la Cristiandad y, concretamente, en Roma, donde iba a quedarse unos meses gobernando la ciudad, aunque respetando las competencias del Papado.
La coronación imperial de Carlomagno fue acogida jubilosamente en todo Occidente, sobre todo en el reino de los francos. El monje Alcuin, consejero del emperador, estaba exultante porque el asunto había terminado saliendo como él quería y felicitó efusivamente a su querido alumno Carlos porque la clemencia divina le había ido elevando de una a otra jerarquía “hasta llegar a la cima del poder secular en la Tierra”.
Sin embargo, a Carlomagno esta felicitación de su maestro le hizo pensar mucho porque ¿cuál era esa cumbre del poder secular? O dicho de otro modo ¿de qué o de dónde era emperador?. Tras su coronación decidió titularse “serenísimo y augusto gobernante del Imperio romano”. Esta fórmula, que él mismo eligió tras una profunda reflexión, no significaba que él fuese emperador de Roma como, equivocadamente, creían los romanos y posiblemente la propia Santa Sede. En su Imperio no se iba a restaurar el dominio político y militar que ejerció la antigua Roma.
La dignidad imperial de Carlomagno era la correspondiente al titular de un Imperio cristiano, por lo que el emperador poseía no solamente la soberanía política sino también una responsabilidad religiosa como rector de la Cristiandad, aunque la autoridad moral correspondía al Papa.
Según Alcuin la realeza de Carlomagno era cristocéntrica; o sea superior a la davídica-salomónica porque el pueblo cristiano había sido ya redimido del pecado por Jesucristo. Por Él, la Cristiandad también prevalece sobre Israel, el antiguo pueblo elegido. En Carlomagno confluía y se personificaba el arquetipo del rey sabio y la imagen davídica del rey predicador. Su Imperio cristiano representa la Jerusalén celeste en la que se habían fusionado la república de Platón y la Ciudad de Dios de San Agustín.
En definitiva, la autoridad imperial comprendía tanto el ámbito temporal como el eclesiástico, porque Carlomagno también era jefe político de la Iglesia de Dios. Su legislación y su gobierno abarcan tanto lo temporal como lo espiritual, porque debía ser rey-sacerdote, además de maestro supremo. Su Imperio cristiano era universal, como la propia Iglesia, aunque su poder estrictamente político se limitase a la Europa occidental, sobre la que reinaba con poder absoluto.
Joaquín Javaloys es autor de Carlomagno. El carismático fundador de Europa