Aquí tenemos, por tanto, otra “primera vez” del pontífice argentino: un documento doctrinal de importancia primaria; es más, sobre la fe –por tanto sobre la basae misma de la Iglesia-, querido, pensado y en gran parte escrito por un Papa y firmado por otro Papa. Un Papa que ha anunciado en esta misma ocasión que no dejará de comunicar de inmediato a los destinatarios de esta carta circular a la cristiandad (éste es el significado de encíclica) que “ha recibido por parte de Benedicto XVI un gran trabajo y lo comparte, considerándolo como un texto fuerte”. Es cierto que todos los papas en sus documentos han citado a sus predecesores al firmarlos: pero siempre en las notas, como fuentes, desde luego no como coautores. Es más, se piensa inmediatamente –con un poco de amarga ironía- que, en el caso de la renuncia de Celestino V al pontificado, su sucesor Bonifacio VIII lo mandó encarcelar en un lugar escondido por miedo a un cisma y después lo cazó cuando huyó.

Pero intentemos comprender como se ha llegado a esta inédita situación. La preocupación principal de Joseph Ratzinger –como estudioso, después como cardenal y finalmente como Papa- ha sido siempre la de volver a los fundamentos, de reencontrar las bases del cristianismo, de reproponer una apologética adaptada al hombre contemporáneo. Para esto, había proyectado una trilogía sobre las virtudes mayores, las llamadas “teologales”: así, he aquí una encíclica sobre la caridad y sobre la esperanza. Quedaba esta sobre la fe, que contaba con publicar en otoño de este 2013, al final del año que había querido dedicar precisamente al redescubrimiento de las razones para creer en el Evangelio. El trabajo estaba ya avanzado cuando ha tenido que constatar que el avanzar de la edad ya no le permitía llevar sobre sus hombros el fardo del Pontificado. Quizá –libre de los compromisos como obispo de Roma- las fuerzas le bastarían para concluir el texto y publicarlo, “degradándolo” de encíclica pontificia a obra de simple estudiosos, como ya ha hecho con los tres volúmenes dedicados a la historicidad de Jesús. Volúmenes que no tienen un valor magisterial, sino que están abiertos al debate de los expertos. Es probable que se haya consultado esto con Francisco y también probable que haya sido él quien ha asumido de buena gana la tarea de utilizar el trabajo ya realizado, llevándolo a término y firmándolo con su nombre.

En algunos ambientes eclesiales hay desconcierto: la idea de un documento papal de esta importancia y sobre un tema así de decisivo redactado de manera conjunta deja perplejos a muchos. A nosotros sin embargo -por lo que pueda valer- nos gusta, la novedad nos parece valiosa porque podría ayudar a reencontrar una perspectiva que también muchos creyentes parecen haber olvidado. Esta perspectiva de fe según la cual lo que importa no es el Papa en cuanto persona, y por tanto con un nombre, una historia, una cultura, una nacionalidad, una carácter. Lo que importa es el papado, la institución deseada por Cristo mismo con un encargo: el de conducir a la grey, como buenos pastores, a través de las tempestades de la historia, sin desviarse del recorrido justo. El Papa (obviamente siempre para los ojos del creyente) existe porque es maestro de fe y de moral, pero no diciendo cosas propias, sino ayudando a comprender la vountad divina, anunciado la vida eterna que nos espera a cada uno de nosotros al final del camino terreno, vigilando para que no se caiga en el precipicio del error. Y para realizar esto tiene asegurada la ayuda del Espíritu Santo que le preserva de perderse él mismo por el camino. En su enseñanza, el pontífice romano no es “un autor” de quien apreciamos su calidad: es más, traicionaría su papel si dijera cosas fascinantes y originales que estuvieran fuera de la línea indicada por la Escritura y la Tradición. A él no le está permitido el “yo creo que”, que es signo de la herejía.

Simplificando hasta el extremo, podríamos decir que “un Papa vale por otro” en cuanto que, al final, no cuenta su personalidad, sino su docilidad y fidelidad como instrumento del anuncio evangélico. Las anécdotas sobre los pontífices y sobre su vida cotidiana pueden ser interesantes, pero no son influyentes en su misión. Lo que importa realmente, como decíamos, es el papado como institución peremne hasta la Parusía, hasta el fin de la historia y el retorno de Cristo; institución que, para el católico no es un peso que tiene que soportar, sino un don por el que estar agradecido. Sea o no sea “simpático” a ojos humanos el pontífice del momento, amemos o no su carácter y su estilo, Joseph Ratzinger y Jorge Bergoglio tienen, como todo hombre, grandes diferencias entre ellos pero no pueden discrepar (y el Cielo vigila precisamente para que esto no suceda) mientras hablan de Cristo y de su enseñanza como maestros de fe y de moral. En cuanto instrumentos –“ un humilde trabajador de la viña del Señor”, dijo de sí mismo Benedicto XVI en su primer discurso- son en cierto modo intercambiables.

Pueden profundizar en el significado del Evangelio, ayudar a comprenderlo mejor en su tiempo, pero siempre dentro del surco de la Escritura y de la Tradición: no es lícito para ellos ser “creativos”. No son escritores, sino guías, guiados a su vez por Otro.

Precisamente por esto no nos disgusta en absoluto, más aún, nos parece valiosa la ocasión ofrecida por una de aquellas que Hegel llamaría “astucias de la Historia”: precisamente para un documento que reanuncia la fe, es decir, la base de todo, un pontífice emérito y uno reinante demuestran que los hombres son diferentes pero que la perspectiva de quien ha sido llamado a conducir la Catholica es igual, la dirección es la misma. E iguales son, en el fondo, también las palabras para reproponer la apuesta sobre la verdad del cristianismo. Por tanto, ningún escándalo por las “cuatro manos”.

© Corriere della Sera
Traducido por Sara Martín