Las últimas semanas se está hablando mucho de la “ley de transparencia”. Después de ver en los periódicos y noticias tantos casos de corrupción, numerosos ciudadanos sueñan con esta ley, salvadora, al menos en parte, del declive de la imagen política y económica en muchas instituciones. El dinero público no es de nadie, o de un alguien que no se sabe quién es; el dinero público es de todos y de cada uno, y por ello queremos saber cómo se gasta, auditarlo, pedirle cuentas y rendimientos a sus administradores.
Recientemente un sabio tertuliano dejaba de lado esta ley, y no por desprecio a la buena gestión de organismos, instituciones y fundaciones. Proponía una ley mucho más importante, y que además evita al ciudadano de a pie el duro trabajo de hacer de contable y auditor en relación con las cuentas públicas. Proponía una “ley de la honradez”, más eficaz y eficiente que una “ley de transparencia”.
Le faltó añadir que dicha ley existe, y no necesita ser promulgada en el BOE, ni siquiera en organismos legislativos superiores o inferiores. Dicha ley existe, es la ley natural, el sentido común del buen obrar, lo que durante muchas generaciones los hijos han aprendido de sus padres, incluso aquellos que no podían ir a la escuela y tenían que trabajar, desde temprana edad, en los campos de la familia; la necesidad básica se impone. Esa ley escrita, no nacida sino dada al ser humano, que hace al hombre más hombre, que da la felicidad y el dulce sueño de cada noche.
Esta ley, la ley de la honradez, tiene un pequeño inconveniente: depende de la conciencia y la decisión libre de la persona, y en último término sólo uno mismo y su relación con Dios; quien evalúa su cumplimiento. Aunque hubiese una ley jurídica, estipulada, que estableciese la obligación de ser honrado, esta ley seguiría siendo insuficiente. Ya conocemos el dicho, “hecha la ley hecha la trampa”. Y la rectitud personal, la honestidad, la honradez, son evaluadas en último término por la conciencia.
Dejando esta base clara, por supuesto que resultará útil una ley de transparencia. Y hay una institución nacional, valorada, querida y que despierta adhesión y confianza, que se empeña día a día por cumplir, antes de su promulgación, esta ley de transparencia; es la conclusión lógica del esfuerzo por cumplir la ley básica, la ley de la honradez. Algunos datos dan que pensar, los extraigo de las conclusiones de la Memoria Anual de Actividades que ha publicado la Iglesia católica.
Cada euro que se invierte en la Iglesia rinde como 2,39 euros en su servicio equivalente en el mercado. Esto es posible gracias a la entrega generosa de miles de personas que se realiza aplicando los criterios de gratuidad de los recursos y eficiencia de su uso.
Los centros católicos concertados, además de transmitir a los jóvenes los valores que se derivan del Evangelio, suponen un ahorro al Estado de 4.091 millones de euros. Un ahorro que resulta de la diferencia entre el coste de una plaza en un centro público y el importe asignado al concierto por plaza. La información se basa en los datos que publica el Ministerio de Educación en el coste de las plazas escolares.
Los atendidos en sus necesidades básicas, muchas veces sin ningún otro recurso debido a la crisis que no quiere dejar su actualidad, superan los 4,000,000 de personas, cuatro millones, casi el 10 % de los españoles.
¿Por qué una institución como la Iglesia nos ofrece estos datos y esta actuación, en una sociedad en la que parece reinar la corrupción? La primera respuesta, de católico, se centra en la presencia y la acción de Dios. Pero no es menos importante otra respuesta, más humana, y que crece sobre la primera: el amor que palpita en tantos católicos, desde Obispos a las personas sencillas que colaboran con su oración y sus limosnas en el cepillo de la Misa dominical. Donde hay amor reina la transparencia, la honradez, y el fruto de la felicidad no tarda en florecer.