Escuchaba a un sacerdote decir en televisión que la principal crisis de nuestra civilización no es ni económica, ni financiera, ni medioambiental, ni de cuantas hayan sido publicitadas por las monsergas de los tan envilecidos medios de comunicación. La principal puerta abierta a tanto mal es una crisis de autoridad, decía. Continuaba el buen pastor mostrando indignación explícita (con toda la razón), aduciendo que los nietos no respetan a los abuelos, los hijos hacen lo propio con los padres, los alumnos ningunean a los profesores y en la misma línea la policía se ve potreada por los delincuentes. Se refería a la implosión de todos los referentes naturales de la civilización: padres, ancianos, maestros, autoridades púbicas… todos cerca de convertirse en herrumbre llena de óxido. Acertaba en el diagnóstico dejándolo huérfano de causa.
La autoridad como realidad comenzó siendo abordada por las clases nobles, a la sazón aspirantes a derrocar el Antiguo Régimen, aprovechando muy bien un momento de debilidad en la Iglesia, y más tarde fue atacada como concepto por la burguesía intelectual paria enamorada de las revoluciones que los oligarcas de turno planeaban. No solo les salió bien la jugada a los falsos amantes de la insurrección, sino que la Iglesia, piedra angular del Antiguo Régimen, cayó en idéntica trampa, siglos después, una vez inoculadas las estúpidas consignas contraautoritarias. Sin caer en la cuenta de que atacar el concepto de autoridad era parte de un proceso de a-civilización, que podía dar al traste con todo (también con la Iglesia), dentro de la cual vacuidades como igualdad, progreso o democracia se han asumido de manera ingenua en detrimento de algo mucho más sublime por naturaleza, tal como enseñan las Sagradas Escrituras: la autoridad.
El gran Ramiro de Maeztu, ante el lema de la Revolución Francesa Libertad, Igualdad, Fraternidad, anteponía sin pestañear tres palabras: “Jerarquía, servicio y hermandad”. Sin jerarquía, no hay autoridad, tampoco orden confiable; sin orden no hay comunidad, solo pura y dura coexistencia; y sin comunidad no hay civilización porque ya los humanos carecerán de referencias para distinguirse del resto de especies, de modo que la autoridad –si algo no lo remedia– será sustituida por la imposición de quienes puedan aducir una mayor posición de fuerza, tal como ocurre en el reino animal. La imposición sustituye a la jerarquía y el poder hace las veces de autoridad.
Para el teólogo jesuita Josef Stierli, la razón y la fe mostraban en el verdadero Dios su infinito dominio, su infinita santidad y su infinita justicia. En comunión con el lema de Maeztu, su dominio decidió la autoridad, su santidad anunció la hermandad, y su justicia puso a nuestro alcance el servicio del prójimo. No hacen falta muchas lucubraciones para entender que, para socavar la autoridad, hay que tumbar primero las instituciones que ostentan la jerarquía. Que la Iglesia haya visto tumbada su jerarquía es una responsabilidad imponderable por tantos enemigos que siempre la acecharon; que haya renunciado a su autoridad tras el parapeto de la aconfesionalidad del Estado, no. No hay más que recordar la última renuncia: su papel silente en el referéndum sobre el aborto en Irlanda, que tanto lamentaba el cardenal Burke. Esa crisis de autoridad, avivada por algunas fracciones conniventes con el culto a los nacionalismos, a la socialdemocracia, a la masonería, o a las ONG del globalismo, debería formar parte de un proyecto de reconquista de la Iglesia católica. Recuperar la universalidad comporta recuperar la autoridad. La quejumbre en casa ajena de nada sirve antes de comenzar a defender la autoridad en la propia. La Iglesia no podrá erguir a los referentes naturales de la civilización si no hace lo propio con su autoridad. El despliegue contra la autoridad jamás hubiera fructificado en crisis sin el repliegue de sus guardianes principales, erigidos por el infinito dominio de Dios sobre el que escribía Stierli y reparaba Maeztu.