La Constitución Española viene siendo, desde su aprobación, el instrumento básico que rige la sociedad en cuanto tal. A lo largo de su andadura ha proporcionado unidad y paz social, asentadas en derechos humanos básicos y en la base común que nos identifica. Todos, con nuestras diferentes maneras de ver las cosas, nos encontramos en ella.
Recuerdo, cuando se elaboraba y discutía, que posiciones muy encontradas llegaban al consenso que la caracteriza: unas fuerzas sociales no proclives al sistema democrático aceptaban la democracia; otras tradicionalmente republicanas aceptaban la monarquía,... Posiciones divergentes en cuanto al modelo de organización de la sociedad, de España, llegaban al consenso.
Hubo un punto en el que más se notaron las divergencias existentes entre las fuerzas sociales y en el que más costó llegar a un verdadero consenso y aceptación común: el de la educación.
De hecho, la elaboración del artículo 27 fue probablemente uno de los que más costó su elaboración y aprobación. Normal. En él se jugaban muchas cosas y todas ellas muy fundamentales: tipo de hombre y de sociedad, quién educa –los padres o el Estado–, libertades básicas y derechos inalienables...
Al final, se aprobó; pero las posiciones divergentes sobre este punto, el artículo 27 de la Constitución sobre la educación y su interpretación, siguen siendo encontradas, de hecho, y aún no se ha alcanzado un acuerdo real.
Ejemplo claro de desencuentro, lo tenemos ahora cuando se intenta un cambio en el sistema educativo escolar. De nuevo aparecen los viejos prejuicios sobre la libertad de enseñanza, la libertad para elegir centro, las reticencias frente a la escuela de iniciativa social o «privada», como se le llama generalmente, la financiación de esta escuela con los fondos públicos, como si fuese esto en detrimento de la escuela denominada «pública», etc. etc.
Hay asuntos, es cierto, que parecían comúnmente admitidos. Pero no. Me refiero, ahora en concreto, a la clase de Religión. Cuando el actual Gobierno, en su reforma anunciada del sistema educativo actual, vigente desde la década de los 80, emanado por los gobiernos socialistas –sin consenso– ha querido justamente señalar un estatuto más adecuado que el que tenía a la enseñanza religiosa en la escuela, en seguida se han alzado voces discrepantes.
No pretendo entrar en polémica, porque creo que las cosas están bastante claras. Se trata de un derecho fundamental que tienen los alumnos y padres que libremente lo soliciten. El Estado tiene la obligación de facilitar el ejercicio real de este derecho fundamental, que asiste a padres y alumnos, y a nadie perjudica, ni a nadie se impone.
Algunos, tanto en la escuela de iniciativa social de carácter confesional, financiada por el erario público, como en la enseñanza de la religión –también confesional por exigencias propias de la materia y de la libertad de quienes la solicitan– en el ámbito escolar, y también financiada por el Estado, ven como un no respeto a la autonomía y secularidad, de suyo, de la escuela, al real pluralismo social, a las exigencias de un sistema democrático y de un Estado no confesional –dicen «laico»–.
No se puede olvidar que nos encontramos en una sociedad democrática que se rige por unas reglas de juego, basadas en el reconocimiento de unos derechos fundamentales del hombre, asumidos y recogidos en el marco de la Constitución Española.
Este marco nos sitúa tanto la escuela libre confesional –de iniciativa social– como la enseñanza religiosa confesional en conformidad con el derecho que asiste a los ciudadanos a ser educados conforme a las propias convicciones morales y religiosas, y dentro de la educación integral de la persona, como finalidad propia de la escuela, institución de la sociedad al servicio de la educación de la persona (cf. Artículo 27 de la Constitución).
La enseñanza religiosa –y de modo semejante o análogo, la educación conforme a un proyecto educativo escolar elegido libremente, confesional– es un aspecto fundamental en la educación integral de la persona y un elemento imprescindible en el ejercicio de la libertad personal de conciencia y de la libertad religiosa, tan básico como que es la garantía de todas las demás libertades.
Este derecho a la libertad de enseñanza y educación y a la libertad religiosa y de conciencia es un derecho fundamental por si mismo, no en virtud de un derecho positivo, de unos consensos, o de una decisión de los legisladores, y así es como está garantizado por la Constitución Española.
La enseñanza de la religión –análogamente la escuela católica– no es una concesión graciosa que hace la Administración Pública a unos determinados ciudadanos; tampoco es un privilegio de la Iglesia católica; ni menos aún una amenaza o una destrucción básica de la igualdad básica de todos los ciudadanos (en nombre de la igualdad se están afirmaciones que resultan cuanto menos equívocas).
Cuando un Estado garantiza la escuela libre de iniciativa social católica, o la enseñanza religiosa confesional (en España están reconocidas la católica, la evangélica, la judía y la musulmana) en la escuela, cumple el Estado sencillamente con su deber.
Y faltaría el Estado a ese mismo deber para con los ciudadanos y para con la sociedad, cuando no propiciase el libre y pleno ejercicio de este derecho, –el derecho a la libertad enseñanza y el derecho a la libertad de conciencia y religiosa–, o no posibilitase de manera suficiente su desarrollo.