En una Instrucción pastoral de la Conferencia Episcopal Española de 2002, siguiendo las enseñanzas de la Iglesia sobre «valoración moral del terrorismo», se afirmaba que «España es fruto de uno de esos complejos procesos históricos que han dado lugar a la nación», que en el pensamiento de San Juan Pablo II «es la gran comunidad de hombres que están unidos por diversos vínculos, pero sobre todo, precisamente, por la cultura».

No hablo como político, como tantas veces me veo obligado a aclarar y desmentir, sino como obispo que tiene el deber y la obligación moral de enseñar a los fieles y decir a todos lo que Dios nos señala, por ejemplo en los diez mandamientos. En concreto en el cuarto: «Honrar padre y madre». Es enseñanza tradicional e ininterrumpida de la Iglesia –así lo aprendimos desde niños y nos enseñaron nuestros padres–que «este mandamiento se extiende a los deberes de los ciudadanos respecto a su patria» (n. 2199), como indica el Catecismo de la Iglesia Católica, lo que conlleva que «el amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad» (n. 2239).

Hablar de España, defender a España, pedir el cumplimiento de los deberes que todos los ciudadanos de España tenemos respecto a ella, y el que pida que respetemos a España, la nación y patria que somos, no es salirme de mi deberes como obispo. La otra noche, en un acto conmemorativo del aniversario del nacimiento de un medio de comunicación valenciano, decía públicamente que a un medio de comunicación y a los políticos les corresponde la defensa y protección del bien común -del que se habla poco, por cierto, en el ámbito político-, y que ese bien común en estos momentos se llama España, no cerrada en un nacionalismo excluyente, sino como le corresponde, como patria abierta a todos y un proyecto común de sociedad.

España, como sociedad y ámbito social y cultural, preexiste con anterioridad a la existencia de diversas configuraciones territoriales u organizativas que se han dado con posteridad al acontecimiento del III Concilio de Toledo, en el siglo VII, que da lugar a la «Hispania» que somos. Lo que somos como proyecto de vida en común hace referencia a aquel origen y a la tradición viva y dinámica que de él dimana, origen de unidad y de tradición viva en unidad que debiera perdurar porque amamos y perdura España. Esta es la historia en su verdad no distorsionada. No me ruborizo en decirlo –no soy «patriotero»–, porque esto integra y no excluye a nadie, une e integra a todos: amo, amamos y me importa o nos importa muchísimo España. Apartarse de eso, de la unidad que somos o debilitarla ha acarreado... lo podemos comprobar en la historia de siglos: división, enfrentamiento, rupturas y debilidad. La última de nuestras rupturas fue la guerra civil del 36, durísima, que no queremos que reaparezca ni por asomo, que enfrentó, al menos, dos Españas.

Gracias a Dios el sentido genuino de la Transición logró restañar divisiones y heridas y alcanzar la unidad y concordia de los españoles que selló la Constitución de 1978. ¿Qué interés hay en borrar esta página que asombró al mundo entero y nos ha hecho gozar de esta paz, de esta democracia y desarrollo que disfrutamos?: es fuerza de progreso porque la unidad trae progreso, bien común que es inseparable del bien de la persona, de su dignidad y de sus derechos fundamentales.  Y la mejor memoria histórica es mirar al futuro, trabajar codo con codo en un proyecto común esperanzado y reconciliador de sociedad que se llama España y mirar adelante, no hacia atrás.

Publicado en La Razón el 4 de diciembre de 2019.