Siempre he creído que mi nombre de pila era como aquel susurro que utilizaban los romanos para recordar a sus emperadores que, incluso ellos, algún día, también tendrían que morir. Mi padre -al que le gustaba mucho, no sé muy bien por qué- eligió llamarme Juan, y mi madre -como le parecía demasiado corto y carente de cualquier atisbo de religiosidad- le añadió un "de la Cruz". "Por mí que no quede", me imagino que se diría mientras me cambiaba mi primer pañal.
Tener en tu nombre una coletilla así, de un padecimiento tan brutal, es algo que, reconozco, siempre ha marcado mi propio periplo existencial. Inconscientemente, cada vez que alguien me nombra, una voz muda me recuerda ese callejón tan estrecho por el que un día todos tendremos que transitar. Porque, para un ser tan práctico como yo, para el que todo en esta vida debe tener solución, o al menos explicación, la muerte es una ecuación que no se puede posponer. O desaparezco un día para siempre o, por el contrario, vivo en algún lugar eternamente, no hay más.
Pero si en la vida hay algo aterrador es, precisamente, no comprender nuestro irremediable final. Por ello, a veces, es mejor directamente no pensar. "Saquemos los cementerios de las ciudades", dicen las autoridades. "¿Un muerto? ¿Para un niño?", "¡Anatema!", comentan los padres. "¡Atiborrémonos a pastillas!", defiende la ciencia, mientras nos endilga todo tipo de síndromes que provocan desmadres. "¡Comamos y bebamos! que mañana... ¿moriremos? ¡Quién sabe! ¡Eso ya se verá! ¡Tú no te rayes!", espetan los jóvenes al volver de comprar una maravillosa silla para jugar al Fortnite.
Si las arrugas empiezan a aparecer, haciéndonos presente la cercanía del "hecho vital", nos aparcamos en un centro de mayores y damos abrazos a través del cristal (si no hemos comprado por Amazon Prime el kit para huir al más allá). Antes de eso, como no existe un motivo para vivir, y, por tanto, para morir, forraremos nuestros esbeltos cuerpos de hoja perenne con exquisitas filigranas de tinta indeleble. Y, además, cambiaremos de iPhone y de pareja a la vez, de mayores la escena del brasero se empieza a no ver del todo bien. Y mucho antes, no tendremos hijos, porque no importa quién nos vaya a querer, es decir a cuidar: cuando llegue el momento echaremos mano de la primera trabajadora social.
Vivimos en una sociedad que ha dado la espalda a la muerte. Así lo pudimos comprobar durante la pandemia, con reacciones ante ella de lo más irracional. Lo que tendría que ser el objetivo final hacia el que nuestra vida debería caminar se había convertido en ese "mal necesario" ante el que todos, obligatoriamente todos, eso era lo novedoso, nos teníamos que resignar.
Recientemente, en la Audiencia General, el Papa Francisco decía lo siguiente: "Los viejos son los mensajeros del futuro, los viejos son los mensajeros de la ternura, los viejos son los mensajeros de la sabiduría de una vida vivida". ¡Los viejos son los mensajeros del futuro! ¿No es, acaso, un oxímoron y, a la vez, una gran verdad? Estimados lectores: la muerte, la vejez, la cruz... nos rondan en cada instante, y el hombre, por su naturaleza, no puede hacer otra cosa que intentar esquivarlas. Salvo que alguien le diga que la ecuación ha sido resuelta y que, con Él, uno no muere nunca.