"Nunca habíamos alcanzado un menor grado de autenticidad en la sociedad como el de ahora y, a la vez, un mayor deseo de ella entre la juventud. Hoy, cuando los muchachos se encuentran con alguien 'verdadero', con una vida coherente, de obra y de palabra, no dudan en convertirse en los más leales seguidores... en sus más auténticos 'followers'".
El siguiente relato es una historia apasionante de hombres jóvenes y sencillos, que, libremente, sin buscarlo, y tocados por la gracia divina, decidieron, un día, que iban a vivir hasta el extremo. Hombres en cuyo vocabulario no aparecía la palabra "postureo", en cuya forma de pensar no cabía el "no te rayes", y en cuyos corazones, más grave aún, no se conjugaba el verbo "compartir"… sino el darse por entero.
Barbastro, Huesca (España), verano de 2024. Un sol inclemente reverbera en las coloridas fachadas que dan al río Vero. La mañana transcurre apacible, estival, sin agobios. Aparcamos el coche y recorremos las calles que hay hasta la Plaza de la Constitución. Una vez allí, ante nosotros, en el lado izquierdo, las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, donde, precisamente, se fundó esta centenaria congregación. En frente, el Ayuntamiento, y, a la derecha, el Colegio de los Padres Escolapios: el lugar donde, hace 88 años, ocurrieron los increíbles hechos que vamos a contar.
Pasados unos minutos, cambiamos al blanco y negro, imaginando a nuestros protagonistas marchando por el lugar. Están decididos, incluso ansiosos, de obtener su "premio final". "Efusionados" hasta arriba, quizá, también, un poco preocupados, más no desesperados. Temerosos, es cierto, pero, en el fondo, dejándose llevar. Se les oye perdonar, y cantar, como a los tres jóvenes del libro de Daniel. Intuyen que Alguien, como en el tango, les va a portear. Colmando esas ansias de libertad, en una íntima liturgia, que no es performance, sino real… ejecutando sin saber, con maestría, ante el mundo, el que será su último "baile" de TikTok… su última danza viral.
Bajamos por una calle estrecha, deshaciendo los pasos de los jóvenes claretianos, y llegamos hasta el convento de donde fueron arrancados el lunes 20 de julio de 1936. Encerrados en el salón de actos de los Escolapios, 51 hijos del Inmaculado Corazón de María serían fusilados por odio a su fe. Los días 2, 12, 13, 15 y 18 de agosto, de ese mismo año, encontrarían decididos el martirio... sin mostrar ningún rencor. En la puerta, un enorme cartel da la bienvenida. Unos pasos más allá, en un portal contiguo, un culto gitano nos contagia a todos de su particular alegría. Tocamos el timbre y, unos minutos después, nos abre un sacerdote anciano.
Se llama Carlos y lo primero que nos cuenta es que ha vivido en Paraguay, en las misiones. Ahora atiende, cada día, a las visitas que se dejan caer por allí. Le ofrecieron poner pantallitas, y "de esas voces que narran las historias solas", pero no lo ve claro… "el testimonio, para mí, sigue siendo fundamental". En un panel que recorre todo el ancho de la sala, están los rostros de todos ellos. Imberbes, algunos hasta con espinillas en la frente, gente sencilla, repletos de sueños… y cuyas miradas transmiten, no me digan por qué, cierta disposición… a vivir algo grande, muy grande.
Impresiona verlos ahí, tan jóvenes, tan vivos, y, poco después, abajo, en la cripta, metidos en unas urnas. Ese lapso de tiempo, ese transcurso entre piso y piso… ¡en eso consiste nuestra fe! En una pared cercana, cuelga una pequeña campana. Sobre sus labios, el badajo que, un día, en lugar de avisar para comer, tuvo que entonar la dulce melodía del martirio, o, al menos, eso dice un cartel. A las cinco de la tarde, la campana del Seminario de los Claretianos de Barbastro sonó enérgicamente. El hermano Francisco Castán Messeguer, al abrir la puerta, se topó con un par de escopeteros. En pocos segundos, al toque de obediencia, la escalera se pobló de sotanas negras y de rostros jóvenes, recuerdan hoy las crónicas.
En un descuido del guía, agarro fuerte la cuerda, para sentir lo que un día experimentó el hermano campanero. Mientras, leo en la pared: "Yo no cambiaria la cárcel por el don de hacer milagros, ni el martirio por el apostolado, que era la ilusión de mi vida", Ramón Illa, mártir claretiano. ¡Y tenía 22 años! Las vitrinas se suceden unas a otras, albergando ajados objetos, marcados a fuego por el rastro que suele dejar la santidad. Como diminutos lápices, que sirvieron para firmar, en un modesto envoltorio de chocolate, la sobrecogedora Ofrenda última a la Congregación. O los maletines de enfermero, o los cajones de madera… donde se ocultaban las hostias para, luego, poderlas comulgar.
"Por la mañana, el escolapio ponía las formas en la canasta, donde bajaba el pan y el chocolate. El padre Sierra, que hacía de Superior en aquel encierro, ponía el Cuerpo de Cristo sobre el pan, para que, rápidamente, fuera comulgado. A los milicianos les extrañaba mucho que los chicos conversaran todo el día… menos cuando tenían que ir a 'desayunar'", relata Carlos. Las frases de las paredes, sin duda, conmoverían a cualquiera, especialmente, si tenemos en cuenta la edad. Una sencillez, que hoy sería escrita... en 140 o 280 caracteres, despojada, eso sí, de boato y de faltas de ortografía. Porque, ellos, no redactaban tratados… eran unos simples: "Papá, mamá, ¡estad alegres!, que, mañana, en el cielo, ¡nos encontraremos!".
Tras las salas del museo, se llega a la capilla. Desde donde discurren dos escaleras que llevan al sitio en el que descansan los restos de nuestros mártires claretianos. Bajamos unos escalones, y ahí están ellos, con sus cráneos reventados, víctimas de un odio intestino, que, ironías de la vida, a día de hoy, nadie nos asegura que no se vuelva a repetir, y que te toque a ti, o que me toque a mí. En silencio, rezamos su oración, y es, entonces, cuando comienzo a discurrir: ¿puede haber colegio, que se precie católico en España, que no traiga a sus alumnos a este lugar? ¡Pero si no hay lección más grande para un joven que descubrir de qué va la santidad!
Estimados lectores, el gran problema que tienen hoy nuestros muchachos es que no les sacia el ser buenas personas, el ser "responsables", o reciclar... o plantar semillas naturales. Para heredar tan preciado título, el que llevaron a gala los claretianos, el joven sabe que, en la vida, todo pasa, nada más y nada menos, que por entregarse hasta el extremo. Ya sea en una cama de hospital, aceptando, con paz y alegría, la voluntad de Dios… o en casa, cuidando a un hijo con síndrome de Down… o, quién sabe, como nuestros jóvenes mártires de Barbastro… gritando más fuerte que las balas: ¡Viva Cristo Rey!
***Dedicado al padre Carlos, encargado del Museo de los Mártires de Barbastro que, cada día, sin faltar a la cita, da testimonio al mundo, con unción y siendo partícipe de ello, de la apasionante vida de sus hermanos claretianos. Y a tantos otros como él, religiosos y religiosas, que, desde los tornos, las porterías de colegio o los museos de las órdenes, salvan a tantas almas, especialmente las más jóvenes, recordando la vida de estos 'influencers', a los que todos hemos sido... llamados a imitar.