Uno de los temas en discusión estos días acerca de la reforma que el partido del gobierno quiere hacer de la ley del aborto es la conveniencia o no de permitir que se aborten fetos con graves malformaciones. “Prohibir abortar en casos de malformación del feto es obligar a las mujeres a dar a luz monstruos” ha dicho alguno de los defensores del aborto, mostrando con ellos sus vergüenzas, y provocando también la reacción en contra de las asociaciones de enfermos. La cuestión en discusión es si se puede considerar que un individuo con malformaciones congénitas pueda ser considerado sujeto de derecho a la vida antes de su nacimiento o no. Siendo más preciso, se trata de dirimir qué tipo de malformaciones y hasta qué grado marcan la raya a partir de la cual se puede acabar con una vida que se considera no-perfecta.
Como ocurre en la mayoría de los debates bioéticos que surgen con el progreso científico, nos encontramos ante la disyuntiva de quién puede ser considerado humano y quién no. Hoy por hoy se acepta de manera universal que el ser humano tiene un derecho inalienable y previo a todos los demás derechos: Su derecho a vivir. Algunos podrán ponerle estrambote a este derecho, acotándolo a lo que el propio sujeto del derecho considere conveniente, y abriendo con ello la puerta a la eutanasia. Pero, en principio, las viejas prácticas eugenésicas de la América puritana de principios del siglo pasado o del trasnochado nazismo alemán ya no son tan comúnmente aceptadas. Al menos, en sus planteamientos crudos. Los oídos progresistas actuales soportarían muy mal que alguien defendiera, por ejemplo, la castración de los pobres como el método más adecuado para erradicar la pobreza. O el asesinato de los recién nacidos con anomalías, al objeto de evitar la incomodidad de tener que estar cuidando a alguien dependiente, con los costes asociados a ello. Algunos, con hipersensibilidad hacia los temas que tengan que ver con el maltrato animal, no aceptan que se pueda realizar una eutanasia a un gato callejero al que un coche hubiera atropellado, mutilando una de sus patas. Otros muchos, por el contrario, sí consideran ético aplicarle la eutanasia al gato, porque es preferible que el animal no sufra. Para unos y otros, lo que no sería aceptable sería defender la eutanasia para un hombre que hubiera quedado inválido en el mismo atropello. La razón es que hay una diferencia ontológica sustancial entre un gato y una persona. Nadie discute que una vez nacidos, todos somos personas. Y como tales, disfrutamos del derecho a que se respete nuestra vida. Tan solo los profesionales sanitarios anclados en la trasnochada y paternalista prevalencia del principio bioético de Beneficencia pueden sentir la tentación de acabar con aquellas vidas humanas que consideren no merece la pena vivir. El resto de los humanos, en general, tendemos a preferir la alternativa del cuidado del enfermo y el débil antes que la de su eliminación. Incluso aunque ello cueste dinero o sacrificios. Pero la discusión se centra en si también somos seres humanos, y por lo tanto, gozamos del mismo derecho a que se respete nuestra vida, antes de nacer. Porque en realidad, la cuestión sobre a partir de qué momento somos sujeto de derecho es filosófica (o ideológica, si se quiere). No científica. Aceptado el principio de que el ser humano es sujeto del derecho a la vida, solo queda recurrir a la Ciencia para que dictamine en qué punto comienza su existencia el ser humano. Ya que desde que uno sea persona gozará de dicho derecho.
En el caso del aborto, sigue siendo posible la aceptación legal de su existencia sin causar sonrojo (y hasta su defensa por parte de algunos) debido a la interesada y absurda premisa de que la vida con la que el aborto acaba no es humana, o al menos, no lo es del todo. Se afirma sin rubor que aunque el feto pertenezca a la especie humana, todavía no ha llegado a su pleno desarrollo, por lo que se podría considerar como una persona aún no completa. Nada hay de científico en semejante tesis, y produce hasta sonrojo tener que insistir en demostrar lo endeble de su anclaje racional. No me refiero a las manifestaciones de la exministra Aído (“el feto es un ser vivo, pero no un ser humano, porque eso no tiene ninguna base científica”), que se descalifican por sí solas. Me refiero a la corriente de pensamiento tan extendida que otorga menor valor a la vida del feto que a la de la madre, cuando el derecho a la vida de ambos choca por alguna razón, más o menos justificable. Aceptar que una vida vale menos que otra es entrar en una pendiente resbaladiza que mina el fundamento mismo de nuestra civilización. En mi opinión, esto es razón suficiente para que cualquier demócrata de buena fe se oponga con todas sus fuerzas al aborto en cualquier circunstancia.
El caso actual de la chica de El Salvador, embarazada de 27 semanas y enferma de lupus (una enfermedad autoinmune) es un ejemplo de manipulación interesada por parte de los defensores del aborto. Ni la vida de la madre corre peligro, ni es necesario acabar con el feto, por el hecho de que este padezca anencefalia. Si el embarazo fuera un riesgo para la vida de la madre, lo que habría que hacer es adelantarle el parto, puesto que el feto con ese tiempo es viable. Otra cosa es que el feto, además, sufra una enfermedad incompatible con la vida, como es el caso. Pero incluso en estas circunstancias, lo conveniente es dejar que muera de forma natural, una vez nacido. No destrozarlo en el interior de su madre. Esto no soluciona nada al feto, mientras que añade problemas por el riesgo del aborto a la madre. Si para los abortistas un ser humano con un defecto genético no debe nacer, estamos ante un claro caso de discriminación genética y un peligroso principio de eugenesia.