Casarse es compartir la vida con la persona amada y fundar una familia. La elección del cónyuge es fruto de un acto personal de libertad y de amor. Con esta elección y compromiso, el hombre y la mujer no ponen en común solamente sus bienes, su tener, sino su ser, su vida más íntima, con un grado de intimidad tal que de esta unión pueden surgir terceras vidas. Si muchos se siguen casando por la Iglesia, es porque ven en este sacramento un punto de apoyo para avanzar en su madurez afectiva y en su amor mutuo. Como el amor trinitario, el amor conyugal da nacimiento a una tercera persona, ella misma don y capaz de donarse. El matrimonio es consecuencia de esta decisión de ambos, decisión que es una de las más importantes o la más importante de la existencia. “El consentimiento matrimonial es la voluntad, expresada por un hombre y una mujer, de entregarse mutua y definitivamente, con el fin de vivir una alianza de amor fiel y fecundo” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 344). El intercambio de consentimientos, que la Iglesia ha establecido como rito del matrimonio, tiene como gran ventaja la claridad y simplicidad del sí intercambiado.
El amor matrimonial es vida y se expresa vitalmente, siendo la experiencia afectiva más profunda: mientras la amistad puede repartirse y compartirse entre varios, la conyugalidad no surge mientras el “tú” no se convierte en alguien único e insustituible. Se admite por todos que un matrimonio celebrado sin consentimiento no es matrimonio, así como tampoco merecen esta calificación las uniones pasajeras o queridas como transitorias, pues el matrimonio se distingue de ellas en ser para siempre. Esta decisión de los novios de unirse para siempre es la que hace el matrimonio, consentimiento que por tanto no puede faltar ni estar sustancialmente viciado. El Sí, quiero que se dicen mutuamente los esposos nos indica que estamos ante un acto en el que lo predominante es la voluntad.
Con el fin de asegurar la validez y licitud, la Conferencia Episcopal Española ha determinado que se haga un expediente matrimonial que incluye un examen a los novios, a fin de que conste que nada impide la celebración del matrimonio y garantizar que el matrimonio que pretenden contraer se corresponde con el que quiere la Iglesia, es decir, que los novios tienen la suficiente madurez, conocimiento, libertad y veracidad, pidiéndoseles también una declaración de intenciones en la que los novios especifican los motivos que les mueven a pedir el sacramento, así como la declaración de testigos con el objeto de recabar información sobre los contrayentes que asegure que pueden legítimamente contraer matrimonio.
A pesar de ello el matrimonio puede ser inválido. Este matrimonio inválido se llama putativo cuando las partes actúan de buena fe y creen en la validez de su matrimonio, mientras se denomina atentado cuando una o las dos partes actúan con mala fe y es o son conscientes de la invalidez. El matrimonio consiste en la vinculación personal de un hombre y una mujer que, además, manifiestan de forma institucional y generalmente pública, una voluntad de permanencia, solidaridad mutua, fidelidad, estabilidad y responsabilidad social. Estas notas acreditan, además, al matrimonio como ámbito idóneo para la procreación y el desarrollo personal y social de los hijos. Es, por tanto, un contrato bilateral, consensual y legítimo, pero no un contrato privado cualquiera, rescindible al arbitrio de las partes, sino un contrato cuya estructura está preordenada por la misma naturaleza de la relación amorosa entre los esposos, por lo que ninguno de los dos términos, contrato o institución, agotan las posibilidades jurídicas. El hombre y la mujer son libres para realizarlo, para realizarlo con esta o aquella persona, pero una vez llevado a cabo tienen que someterse a las condiciones que son la esencia de ese contrato, y que son la unidad, es decir uno con una, y la indisolubilidad, para siempre.
Es decir, la causa del sacramento se encuentra en el mutuo consentimiento y por ello entre bautizados todo contrato matrimonial es sacramento (Código de Derecho Canónico, 1055 & 2), siendo válido esto incluso para aquellos cristianos que no aceptan el matrimonio como sacramento, pero desean contraer matrimonio válido. Con esta identificación entre consentimiento libre de dos personas y sacramento se defiende por la Iglesia la igualdad entre el hombre y la mujer. “Los protagonistas de la alianza matrimonial son un hombre y una mujer bautizados, libres para contraer el matrimonio y que expresan libremente su consentimiento. 'Ser libre' quiere decir: a) no obrar por coacción; b) no estar impedido por una ley natural o eclesiástica” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1625).
El matrimonio cristiano es la celebración del amor conyugal vivido según el espíritu de Cristo. Por ello Cristo debe estar muy presente en la vida matrimonial, pues al encontrarnos con Él nuestra vida se llena de sentido. La persona amada es querida por sí misma y aparece con tal valor humano y religioso, que no sólo se entiende que es bueno gastar la vida por ella, vivir para ella, sino también que gracias a ese amor, cada cónyuge realiza lo que Dios espera de él o ella, es decir su propia vocación y llamada a la santidad. Quien ama es capaz de acoger al otro e incluso sabe renunciar a sí mismo, dándose cuenta de que lo importante en el matrimonio es querer aportar lo mejor de mí al otro y no quedarse en el simple recibir. Amar es darse al otro: no dar, sino darse.