“Felices los que saben reírse de sí mismos, porque nunca terminarán de divertirse”. Y reírse de sí mismo supone, en primer lugar, reírse, además de un mínimo de humildad y honestidad. La frase, escrita por santo y sabio pensador inglés, Tomás Moro, es todo un elogio a la risa, una actitud de vida, que sir Thomas mantuvo incluso en la cárcel, mientras esperaba el martirio, bajo el poder dictatorial de Enrique VIII.
Los filósofos medievales llamaban a esta capacidad el proprium, “lo propio” del ser humano. No es tan importante como la inteligencia, la voluntad o el corazón, elementos constitutivos de la naturaleza del hombre, pero está muy cerca. Y distingue, también de modo claro, al animal racional del animal (a secas). La risa, la sonrisa, deja traslucir la humanidad, es algo casi intuitivamente bello, hermoso. ¿Quién no disfruta con ella, o con la risa sincera de los que le rodean?
Este simple acto refleja una apertura del hombre hacia el otro y hacia lo otro. El niño pequeño, el bebé, empieza a comunicarse e interactuar con su entorno precisamente a través de la risa. Hay alguien más allá de la cuna, alguien que sonríe cuando el niño sonríe. Y se establece una comunicación, casi natural, espontánea. El niño se abre a la madre y la madre se abre al niño. Y cuando hay esa apertura se percibe al otro, se sonríe al otro.
La risa supone y desarrolla, además. un sano olvido de uno mismo, de los propios cálculos y previsiones. Nos reímos escuchando una historia cuando ésta termina de un modo imprevisible, inesperado por lo felizmente disparado; eso es un chiste. Pero cuando conocemos el final de la historia nada nos sorprende, y la risa brilla por su ausencia. Quizás por esto los niños se ríen mucho más que los mayores: no quieren tener todo calculado al milímetro y se dejan sorprender con facilidad.
¿Por qué con el paso de los años nos olvidamos de esa comunicación natural, vía sonrisa? ¿Será que empezamos a temer al otro, y preferimos permanecer cerrados en nuestro círculo, en nuestra “macro-cuna”?
El surgimiento y éxito de la risoterapia, sobre todo en nuestra sociedad “estresada” es un ejemplo más de la tendencia humana a la risa. Necesitamos, casi igual que comer o respirar, reírnos, disfrutar y compartir la alegría. Y la risa, como el bien, es difusiva, lleva inscrito en su movimiento el contagio de quienes nos escuchan y observan.
Como recordaba un pensador francés (Charles Baudelaire), “Hay que distinguir bien la alegría de la risa. La alegría existe por sí misma, pero tiene diversas manifestaciones. En ocasiones es casi invisible; otras se expresa mediante el llanto. La risa no es más que una expresión, un síntoma, un diagnóstico. La alegría es una. La risa es la expresión de un sentimiento doble o contradictorio [de infinita grandeza y de una miseria igualmente infinita]". Sin embargo, una risa sincera siempre es una cortina que deja pasar rayos de alegría y nos ilumina con su luz y su sonido.
Razón tenía la beata madre Teresa de Calcuta al acosejar “La revolución del amor comienza con una sonrisa. Sonríe cinco veces al día a quien en realidad no quisieras sonreír. Debes hacerlo por la paz... No permita que nadie venga a usted sin irse mejor y más feliz. Sea la expresión viviente de la bondad de Dios; bondad en su cara, bondad en sus ojos, bondad en su sonrisa”.