Hace unos años escribí lo que sigue, como parte de un prólogo de un libro sobre Buenafuente: «Corría el mes de septiembre de 1978. Con un grupo de la parroquia donde trabajaba en Madrid, vine por primera vez a este lugar, a este pequeño rincón del Señorío de Molina, a Buenafuente del Sistal, al monasterio cisterciense de Santa María. Y quedé prendido, porque es un lugar santo, un lugar de encuentro con Dios, un lugar de soledad sonora, un lugar donde uno se recrea en la presencia de Dios, que todo lo llena. Un lugar de oración, de trato a solas, de amistad con el Señor; para estar con Él y «verle» en su humanidad llagada y crucificada; lejos del ruido de la ciudad, de las prisas de la acción; un lugar donde sólo se está para el Amado, para escucharle y hablarle, aunque sea con el silencio; para contemplarle. Contemplarle a Él sólo, en toda la densidad de su humanidad, que es la nuestra. Crucificado. Contemplar ese Cristo románico de Buenafuente, Cristo glorioso, Cristo llagado, Cristo cercano. Aquí sólo Él. Todo es pobreza. Pobreza en paisajes. Pobreza en número de gentes, pero riqueza de la presencia de Dios en todo, riqueza de la austeridad de Él, sólo Dios. Pobreza que te lleva al encuentro con el que únicamente sacia y salva. No son los apoyos de fuera, no son los paisajes, no es la beldad circundante que enamora. Es sólo Dios, y las almas que nos testifican allí a este Dios con su entrega. Vine a Buenafuente. Me encontré un lugar de Iglesia. Donde la Iglesia ora», donde Dios mora y se le palpa en el trato de amistad con Él, que es la oración, y en la fraternidad, de puertas abiertas, como la Iglesia a todos abierta, porque en ella el Señor mora, está presente y se le encuentra siempre.
Hoy, en este Año de la Fe, año de Dios del 2013, sigo afirmando lo mismo que acabo de expresar, pero, si cabe, con mayor intensidad aún. Buenafuente es ante todo uno de esos espacios privilegiados, «epifánicos» llaman los expertos, que necesitamos los hombres para reavivar y difundir el encuentro con Dios, para contemplar su rostro en el rostro humano de Cristo, desfigurado y ultrajado, en su cuerpo muy llagado, unidos con la Iglesia –su cuerpo vivo hoy– y postrarnos en adoración ante Él, en una oración sosegada, en un trato de amistad con quien sabemos que nos ama y de cuyo amor nada ni nadie nos puede separar.
Necesitamos tratar en amistad con Dios, tenemos urgencia imperiosa de hablar con Dios, para hablar de Él, y que los hombres le conozcan, sientan su amor y le amen para río perecer y tener vida. Ésta es la necesidad más apremiante y honda de nuestro tiempo. Buenafuente es uno de esos lugares que necesitamos para hablar a Dios, conocerle, conocer su don, y, así, hablar de Dios a un mundo que muere sin Él, y sin hablarle a Él, que es, sin embargo, el Amigo del hombre y lo quiere de verdad.
Si el mundo conociese a Dios, si conociese el don de Dios y que es Él mismo, todo sería distinto. Por eso, el gran desafío hoy para los cristianos, para toda la Iglesia y el mundo entero, es conocer, amar y dar a conocer el «don de Dios», Dios mismo. Éste es el reto para los cristianos: que los hombres entiendan y vivan la vida con Dios, desde el «don de Dios», inmersos en Él, y con esperanza, la esperanza en la vida eterna, junto a Él. Y para ello necesitamos hablar a Dios. Nada hay tan urgente. Ningún asunto es tan central y decisivo. En medio del silencio de Dios, envolvente –de tan graves consecuencias–, no podemos menos que hacer resonar a tiempo y a destiempo, públicamente, la palabra «Dios», y hablarle a Él. Hablar a Dios y de Dios en tiempos de silencio tan denso de Dios es la tarea que más me acucia como pastor. Es preciso hablar de Dios; hablar de Él para darle gloria; hablar de Él desde la contemplación de su rostro, de su rostro humano, Jesús, su Hijo, desde la adoración y desde la plegaria, desde la escucha de Él y dejándole a él ser Dios, Dios de misericordia y perdón. Todo esto está exigiendo de la acción pastoral de la Iglesia que se ocupe ante todo de Dios, y cultive la experiencia orante, la experiencia de la fe: la experiencia de Dios, en definitiva, que se tiene en el encuentro con El, la fe teologal, en comunión con la Iglesia.
La Iglesia –diócesis, parroquias...–, todos habríamos de buscar crear las condiciones necesarias para que esto sea posible; incluso buscando y creando espacios, lugares, donde esto pueda acontecer. Uno de esos espacios privilegiados, porque Dios así lo ha querido, porque Dios lo ha bendecido y le ha concedido su don para que sea tal espacio, es Buenafuente del Sistal, el monasterio de ese recóndito y solitario lugar –cada día más solo en medio de los pequeños pueblos, casi inhabitados–, del Alto Tajo, de la provincia de Guadalajara. Venid y veréis a Buenafuente, lugar sin duda emblemático, pero también a tantos otros lugares, seguramente muy cercanos, tantos y tantos lugares donde se puede encontrar a Dios, hablarle... En Buenafuente, Dios ayuda y ayudará en forma privilegiada a encontrarnos con Él, a dejarnos encontrar por Él que esta llamando a nuestra puerta para que le abramos y nos acompañe. Así viviremos de la experiencia inolvidable del encuentro con Él –como aquellos dos discípulos mencionados antes, que tuvieron que contar enseguida, comunicar a otros, qué les había pasado: habían encontrado al que esperaban–. Acercaos, pues, venid a este lugarejo de Buenafuente, y veréis la dulzura del encuentro con Dios, nuestro Señor. Como Andrés y Juan, no olvidaréis los detalles, ni siquiera la hora en que comenzó el inolvidable encuentro, que llena de luz y esperanza, como a aquellos otros caminantes, en retirada, de Emaús.
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