A propósito de los proyectos de reforma de la legislación sobre el aborto o sobre la educación se han vertido recientemente algunas afirmaciones que pretenden involucrar a la Iglesia, acusándola de no sé qué obscuras o extrañas maniobras, intromisiones o injerencias abusivas por parte de algunos sectores cristianos o de la jerarquía de la Iglesia. No pretendo polemizar, ni me mueve ningún afán apologético. No merece la pena entrar en tales afirmaciones que, por sí mismas, se descalifican por su inconsistencia, tendenciosidad, y que, por lo demás, ni es lo más importante ni lo que verdaderamente está en juego en los dos proyectos legislativos –que, por cierto, aún no se conocen–.
Lo que está en juego es –¡nada menos!– la vida y la educación, dos realidades tan fundamentales y cercanas. Aunque tampoco hay que cerrar los ojos ni los oídos ante algunas afirmaciones que están dejando en el ambiente un mensaje que no favorece ni la paz social que se tensiona así, ni la libertad religiosa; sino que, al contrario, a una y a otra las socava, las ataca, y las debilita, al predisponer a la gente contra la Iglesia, los hombres de Iglesia y sus enseñanzas. Por lo demás, el asunto del que se trata– aborto y educación– es en primer término una cuestión de razón.
Desde la recta razón, ciertamente no puede menos que preocupar, y mucho, lo que se están diciendo algunos para que no se modifique nada de la actual legislación, injusta, sobre el aborto. Preocupa, por ejemplo, que se considere el aborto como un derecho –derecho a qué, a disponer, eliminándola, de la vida de otro ser humano indefenso y débil que no ataca a nadie–. Preocupa la frivolidad y superficialidad con la que se habla, sin base científica alguna, sobre cuándo estamos objetiva y realmente ante un ser humano; se habla muy a la ligera sobre ese momento en que se produce la maravilla de la existencia de un nuevo ser humano en su concreción e individualidad como sujeto humano: el embrión que todos hemos sido, también los que defienden el aborto. (Ese ser que se aborta es uno de nosotros). Preocupa el que con tanta facilidad se olvide y no se tenga en cuenta que ese ser en gestación, el «nasciturus», es un bien jurídico a proteger (y así está en nuestra Constitución española, como reconoció la sentencia del Tribunal Constitucional).
Por otro lado, preocupa asimismo, pasando al tema de la reforma del sistema educativo vigente, el que algunas declaraciones y manifestaciones de estos días –muy libres y respetables en su derecho a hacerlas– parecen más interesadas en otras cuestiones, a las que no resto ninguna importancia, que lo que está en juego de verdad, esto es: la educación de las personas. Parece que importan más otros intereses –sin duda legítimos– que la emergencia educativa en la que nos encontramos inmersos y las consecuencias educativas que se han seguido del sistema vigente en la educación aquí, en España, como en otros países. Pareciera que, por los intereses que sean, lo que más importa es que no se modifique el actual sistema educativo, vigente durante décadas ( ¿por qué no habría que modificarse siendo así que en décadas no ha habido otro sistema que ha demostrado su fracaso, sobre todo en el terreno específicamente educativo, que es lo primero de todo en este campo?).
Tales afirmaciones y manifestaciones que se ven, leen o escuchan estos días dan la impresión de que más que en razones de genuina política –siempre ésta al servicio del bien común inseparable de la verdad, del bien de la persona considerada en su integridad, y de los derechos básicos en los que se asienta– se apoyan en razones de ideología, como distorsión de la realidad, y en una mirada a la que faltan la verdad y el fundamento del bien en sí y por sí. ¿No es la cuestión de la verdad del hombre, de su ser y su naturaleza, de su grandeza y su dignidad, de su destino y futuro, de su vida, logro o malogración personal, de su presencia, relación y actuación en el mundo y con los otros, de lo que es en cuanto persona y de su inserción y relación verdadera y justa, lo que está detrás de la dolorosa realidad del aborto o en el gran asunto de la educación? Esta cuestión de la verdad no es una cuestión teórica o abstracta, propia para el estudio de unos cuantos entendidos, sino que es la cuestión fundamental de la vida y de la historia de la humanidad. Afecta a todos los hombres de manera decisiva, y a todos interesa e interpela, en cuanto que en todo hombre se alberga el deseo de conocer la verdad, regirse por ella, estar y permanecer en ella, y encontrar respuesta a los interrogantes fundamentales e insoslayables del hombre: «¿quién soy yo?¿de dónde vengo y a dónde voy?, ¿por qué existe el ma1?, ¿qué sentido y valor tienen el dolor y el sufrimiento, la promoción humana y el sacrificio, la limitación y la contrariedad en la vida del hombre, el éxito o el fracaso? ¿qué significa la muerte? Son preguntas vitales, universales y decisivas que tienen su origen común en la necesidad de sentido, de verdad, que desde siempre acucia al corazón del hombre. De las respuestas que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia y al bien común de la sociedad; y también depende, por tanto, la posición ante el drama del aborto o el proyecto de futuro del hombre y la sociedad que se sigue de la educación. No olvidemos ni ignoremos, por el bien de todos, que el hombre tiene necesidad de una base sobre la cual construir la existencia personal y social: busca la verdad que dé sentido a la existencia. En ello están en juego la vida del hombre y el destino personal y de la sociedad.
Afrontar esta gran cuestión de la verdad es decisivo para la sociedad si no quiere sucumbir, como sucumbió, entre otras, aquella sociedad del «comunismo real» de los países del Este, cuyo desmoronamiento y quiebra tanto tuvo que ver con su posición ante la verdad.
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