Jean Monet afirmaba que el acto humano por excelencia era el de la unión. Sabía lo que se decía porque él fue uno de los padres fundadores, junto con Adenauer, De Gasperi y Schuman, de la reconstrucción y unidad europea que ponía fin a siglos de guerras y destrucciones. Ellos fueron la clave de uno de los mas grandes renacimientos de Europa, en la paz, la convivencia y el bienestar, un renacimiento hoy dañado y en riesgo, porque el espíritu inicial ha sido devorado por el materialismo de vuelo gallináceo.
Hace ya algunos meses empezamos a reunirnos las cinco personas que hoy os convocábamos: Carbonell, Cullell, López Camps, Torralba y yo mismo, convencidos de que era necesario trabajar a fin de que nuestra Iglesia catalana ganase en unión, en capacidad de diálogo interno, de entendimiento y de trabajo compartido. Convencidos de que, para lograrlo, sólo había que situar en primer plano el sentido de pertenencia a la Iglesia y anteponer lo que nos une, que es mucho más que lo que nos separa. Como trabajo visible nos propusimos llevar a cabo la elaboración de unos escritos, tres hasta ahora, que La Vanguardia por medio de Enric Juliana tiene la gentileza de publicarnos. Y nos pareció que también sería bueno hacernos presentes los cinco, y ofrecer nuestros diversos puntos de vista desde la vocación de unión en lo fundamental.
Hoy, en el vértigo de la crisis que todo lo ha dañado destruyendo la esperanza, es vital permanecer unidos, es decisivo. Es en este punto donde nos jugamos la capacidad de afrontar la adversidad y superarla. Esta unión en lo que nos es esencial nos hace falta en una doble vertiente: la secular y la que afecta a nuestra fe en Jesucristo muerto y resucitado, una fe vivida en el sentido de pertenencia a la Iglesia.
Es esta segunda dimensión, la de la unión entre católicos, a la que me quiero referir. Y empiezo diciendo que en los tiempos seculares actuales, los de la cultura de la desvinculación, los de la ausencia de compromisos y entregas firmes, de por vida, la Iglesia, que vive en el mundo a pesar de no pertenecer a él, sufre de esta contaminación cultural y moral que hace mas difícil aún la unión, necesaria y urgente en beneficio de la propia Iglesia, y también de toda la sociedad dado que la confianza y la esperanza dependen de ella.
Para conseguir esta unión debemos enmendar nuestra pérdida de virtudes. Si postulamos el diálogo con los no creyentes, el diálogo interreligioso, el diálogo con los otros cristianos, ¿no es una contradicción que escandaliza la incapacidad para dialogar entre los que nos profesamos católicos? ¿No podemos dialogar entre nosotros, escucharnos, acogernos? ¿Estamos tan llenos de nosotros mismos que no queda espacio para el hermano, que es el otro, porque no es igual que yo, no tiene la misma historia, experiencia, sensibilidad? Y si no hay espacio para el hermano, ¿cómo podemos pensar que dejamos espacio por Dios que obra en nosotros?
La unión por los miembros de la Iglesia no es una vocación sino un deber, ya que la esencia del cristianismo es el amor y él es la forma más elevada de vinculación, de unión. "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros", "como yo os he amado, amaos vosotros". Esto nos manda Jesucristo a quien nos declaramos discípulos. "Por la estimación que os amáis conocerán todos que sois mis discípulos". Con la mano en el corazón, bajo este criterio, ¿los miembros de la Iglesia catalana nos podemos reconocer como discípulos de Jesucristo? ¿El amor que nos profesamos es nuestro signo visible ante el mundo?
Hay que superar nuestras diferencias, la fragmentación, amándonos, reuniéndonos en torno a la Eucaristía y su significado. Porque partir el pan y compartir su comida no es un acto individual, es la expresión máxima de vida en comunidad que hay que rehacer. Y también en el orden de la práctica nos puede servir un dicho castellano bien conocido: "El roce Hace el cariño". Si nos acercamos, si fomentamos trabajos compartidos, si situamos en un primer plano lo que nos une, si nos escuchamos y esforzamos en ponernos en el lugar del otro, lo conseguiremos, construiremos la unión.
Nuestra vida, nuestra práctica, debe ser coherente y consecuente con la afirmación de que somos el Pueblo de Dios forjado en la nueva Alianza en Jesucristo. La Iglesia debe fomentar ser escuela y casa de comunión (Novo milenio ineunte n º 43) retejiendo los vínculos eclesiales entre las familias, parroquias, escuelas y movimientos para vivir intensamente el amor de Dios. La Iglesia, es decir también todos y cada uno de nosotros, debe recuperar su capacidad educadora de la fe y de las virtudes para ofrecerlas a todo el pueblo. En nuestro segundo documento hacíamos referencia a la importancia de las virtudes en la sociedad. Pero para llevar a cabo bien esta tarea necesitamos una mayor unión, portadora de confianza, y esperanza, lo que hoy todos más necesitamos.
Josep Miró i Ardèvol, presidente de E-Cristians y miembro del Consejo Pontificio para los Laicos