Hace un año me hablaba casi risueño sobre su pueblo, que tiene una fe como columnas de bronce; ponderaba su dignidad nunca abatida, su capacidad de supervivencia, más aún, de alegría y de construcción a pesar de la extrema pobreza y del flagelo del SIDA. Ayer le notaba un punto de enojo en la voz, un dolor contenido que no le frena sino que da un peso singular a cada palabra.
El golpe de estado de cuño islamista le sorprendió en Bangui, la capital de República Centroafricana, el pasado domingo de Ramos. Han sido semanas interminables con la zozobra de no conocer la suerte de los que le han sido encomendados. Por fin ha podido regresar a Bangassou, su diócesis, para ver la devastación y sobre todo para reunir a su rebaño y sostenerlo en la certeza de que Cristo resucitado vence. Se llama Juan José Aguirre, es obispo, y una vez más, al coger ese avión, ha decidido quemar sus naves.
"Nos han expoliado en el sentido del despojo de las vestiduras de Jesús en el Calvario", me explica lleno de indignación, relatando en El Espejo de COPE una retahíla de vejaciones, robos, abusos y violencias de todo signo que su gente ha padecido y sigue padeciendo. "La gente está atemorizada y vapuleada por la presencia de estos bandidos y su continua extorsión".
Y explica que en cualquier momento entran metralleta en mano en cualquier casa, con toda impunidad, con el pretexto de requisar armas. Luego vienen los robos, el maltrato, incluso el abuso sexual contra las mujeres. "Han arramblado con todos los recursos materiales para nuestro trabajo apostólico, y ahí te quedas con cara de tonto, viendo cómo pasan delante de ti con tu coche porque ya se lo han quedado ellos". De hecho han robado ropa, dinero, fotocopiadoras, ordenadores, instrumental sanitario... pero el tema de los coches ha sido especialmente sangrante porque en una diócesis como Bangassou, cuyo tamaño es similar al de Andalucía, son imprescindibles para el trabajo pastoral. Y no ha quedado uno solo.
Los bandidos de los que nos habla Mons. Aguirre se integran en el grupo guerrillero SELEKA, un movimiento islamista de corte yihadista (similar al que ha intervenido en Malí) que ha entrado desde el exterior en la República Centroafricana ensañándose con las comunidades cristianas, profanando las iglesias e incluso los tabernáculos. Sin embargo la minoría musulmana no ha sido molestada. Aguirre sabe que si esta pesadilla termina, la curación de las heridas abiertas ahora entre cristianos y musulmanes será muy difícil en un país donde antes regían el respeto y la buena vecindad. De hecho los musulmanes no superan el 10% de la población de Centroáfrica y los SELEKA nutren sus filas de sudaneses y chadianos, que tal como vinieron pueden marcharse si la presión militar les empuja.
Juan José Aguirre es un hombre de oración y sabe que Cristo crucificado es la clave para interpretar todo lo que está pasando. Eso no le impide, más aún, le ayuda a entender los contornos político-sociales de este evento doloroso, y recuerda que Isaías apostó por el rey Ciro y sus ejércitos cuando Jerusalén fue saqueada. El rey persa fue entonces el instrumento de Dios para librar a su pueblo. En las semanas precedentes Aguirre se ha desgañitado en la prensa y ante las instituciones reclamando una intervención militar internacional que ponga freno a la violencia y los abusos en Centroáfrica. Tiene esperanza en que se cumpla el compromiso de los países circundantes de enviar, a finales de mayo, una fuerza de 2.000 soldados, la FOMAC, que ponga fin a lo que denomina una situación abominable.
Pero la vida no se detiene bajo el estruendo de las metralletas. Nada más llegar el obispo ha asumido personalmente la catequesis de confirmación de los jóvenes, para llevarlos hasta Pentecostés. Tiene presentes las situaciones de sus sacerdotes y religiosas, los que permanecen en su puesto y los que se han visto forzados a pasar la frontera del Congo. De algunos aún no ha conseguido noticias. Celebra la misa en todas las capillas a las que puede llegar a pie, y no deja de pronunciar el juicio de la fe sobre lo que está sucediendo. "Los bandidos están haciendo todo para desanimarnos, pues vamos a echar más carne en el asador, vamos a poner más fuerza, más esperanza, vamos a trabajar más, vamos a reavivar nuestra fe con la fuerza del Espíritu Santo y de la gracia de Dios, y así seremos más fuertes".
Termina la entrevista y no le desvelo mis temores por su seguridad, a la vista del modo en que se enfrenta a pecho descubierto con la arbitrariedad de estos violentos. Per sí le pregunto por su salud, ya que padeció un infarto antes de la pasada navidad. Me dice que está bien, aunque a veces se fatiga. "Caminar catorce kilómetros diarios le viene bien al corazón", me comenta con una medio sonrisa que intuyo al otro lado del teléfono. Le recomiendo que se cuide e ingenuamente le planteo si allí dispondría de atención médica... "Si algo pasara tampoco puedo salir, las carreteras están cortadas y el aeropuerto lo han cerrado... estoy en las manos de Dios".
Veo lágrimas entre mis compañeros que asisten a la entrevista. "Lo que me sorprende siempre es la fe", recuerdo que dijo una vez un teólogo llamado Joseph Ratzinger. Es el asombro que sigue provocando, dos mil años después, el hecho de que Cristo está presente y genera hombres como éste.
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