“Esta palabra (adulterio) designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque sea ocasional, cometen un adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio (cf Mt 5,27-28).
El sexto mandamiento y el Nuevo Testamento prohiben absolutamente el adulterio (cf Mt 5,32; 19,9; Mc 10,11; 1 Cor 6,910). Los profetas denuncian su gravedad; ven en el adulterio la imagen del pecado de idolatría” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2380). En el famoso episodio de la adúltera, Jesús responde con compasión y perdón, pero le pide que no vuelva a pecar (Jn 8,112).
El Cristianismo ha considerado siempre el adulterio como una muy grave amenaza al matrimonio y uno de los pecados más graves, lo que nos indica hasta qué punto se espera que el compromiso del amor sea radical y completo. El “no fornicar” y el “respetarás a la mujer de tu prójimo”, tiene en los casados resonancias especiales, recordándonos el noveno mandamiento que el pecado no se inicia cuando empiezo a consumar el adulterio, sino que nace de la intención.
Está claro que nadie puede entregarse exclusivamente a varias personas a la vez. Cuando un cónyuge no cumple sus obligaciones matrimoniales y entrega su persona a alguien que no es su marido o esposa, traiciona la confianza del otro, pues dispone de algo que no es suyo y, por tanto, esa segunda entrega es una injusticia.
A veces, el adulterio es una trasgresión espontánea, aventura de una noche, pero en la mayoría de los casos no viene repentinamente, sino que tiene una prehistoria: falta de diálogo en el matrimonio, defectuosa solución de conflictos, incapacidad de perdonar, excesivos compromisos fuera de casa con decreciente atención recíproca, insatisfacción sexual en el matrimonio, actitud del entorno respecto de la sexualidad y de la fidelidad conyugal, desavenencias familiares, cargas sociales y profesionales, soledad, etc.
Hay que tener especialmente cuidado con algunas relaciones amistosas iniciadas de forma espontánea y bienintencionada, incluso con la simple intención de dar ayuda, pues estas terceras personas pueden ser capaces de romper un matrimonio, porque en el momento menos pensado surge la llama del enamoramiento, que da al traste con la unidad matrimonial edificada durante años.
El encuentro con un tercero tiene además una serie de ventajas que lo hacen más atractivo psicológicamente, porque la relación despierta más sensaciones y no se encuentra gastada por la realidad de los hechos, sino sostenida por los deseos de la imaginación.
En este sentido resulta especialmente peligroso cuando uno de los esposos no acepta el paso de los años y descubre un día que determinada persona a la que últimamente ha conocido, le resulta mucho más atractiva que su cónyuge, dando así entrada a la pasión y a la infidelidad. El cónyuge infiel siempre busca pretextos y motivaciones, pero la infidelidad es un engaño que no admite justificaciones, siendo además tremendamente difícil que permanezca oculta. Aunque con frecuencia esta pasión es transitoria, pues llega un momento en que también se transforma en rutina, mientras dura es como una adicción de la que es difícil salir, pero incluso cuando es un estado pasajero, sus consecuencias pueden ser irreparables.
Una variedad actual del adulterio es la llamada monogamia en serie o consecutiva, en la cual hombres y mujeres forman una y otra vez matrimonios monógamos o parejas sexuales, que duran mientras se aman o, mejor dicho, mientras se gustan, y se rompen cuando desaparecen esos sentimientos. Tampoco es raro que los casados tengan, aparte del vínculo conyugal, otras relaciones sexuales “secundarias”, en ocasiones con el consentimiento y hasta la colaboración del cónyuge.
El adulterio es un pecado gravísimo contra la castidad, la fidelidad, la justicia y la caridad, atenta también contra el sacramento del matrimonio, la santidad de la familia y los derechos de los hijos, que con gran frecuencia son los que más sufren las consecuencias, y manifiesta la inmadurez moral de quien lo hace. El dolor y las heridas que origina no son simples prejuicios, porque se trata de una ofensa muy seria en lo más profundo de su ser contra la persona del otro. Su incidencia en la vida conyugal es muy grave, pues puede provocar la ruina del matrimonio, siendo el motivo más frecuente de la ruptura de éste. Sus consecuencias son con frecuencia en cadena, como debilitamiento e incluso destrucción de los lazos del amor, ambiente irrespirable, violencias físicas o verbales, venganzas.
Hay que condenar de manera especial la doble moral que concede más libertad al hombre que a la mujer en la sexualidad y que enjuicia con mayor indulgencia las transgresiones del varón. Las mejores salvaguardas y protecciones contra él son una vida cristiana sincera e intensa y el amor; pues cuanto más presentes estén estas realidades entre los cónyuges, tanto menor será el impulso hacia las relaciones sexuales con otras personas.