Hay una palabra que se repite varias veces en las lecturas de este domingo. Se habla de «un nuevo cielo y una nueva tierra», de la «nueva Jerusalén», de Dios, que hace «nuevas todas las cosas», y finalmente, en el Evangelio, del «mandamiento nuevo»: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado»
«Nuevo», «novedad» pertenecen a ese restringido número de palabras «mágicas» que evocan siempre significados positivos. Nuevo flamante, ropa nueva, vida nueva, nuevo día, año nuevo. Lo nuevo es noticia. Son sinónimos. El Evangelio se llama «buena nueva» precisamente porque contiene la novedad por excelencia.
¿Por qué nos gusta tanto lo nuevo? No sólo porque lo que es nuevo, no usado (por ejemplo, un coche), en general funciona mejor. Si sólo fuera por esto, ¿por qué daríamos la bienvenida con tanta alegría al año nuevo, a un nuevo día? El motivo profundo es que la novedad, lo que no es aún conocido y no ha sido aún experimentado, deja más espacio a la expectativa, a la sorpresa, a la esperanza, al sueño. Y la felicidad es precisamente hija de estas cosas. Si estuviéramos seguros de que el año nuevo nos reserva exactamente las mismas cosas que el anterior, ni más ni menos, nos dejaría de gustar.
Nuevo no se opone a «antiguo», sino a «viejo». De hecho, también «antiguo» y «antigüedad» o «anticuario» son palabras positivas. ¿Cuál es la diferencia? Viejo es lo que, con el paso del tiempo, se deteriora y pierde valor; antiguo es aquello que, con el paso del tiempo, mejora y adquiere valor. Por eso se procura evitar la expresión «Viejo Testamento» y se prefiere hablar de «Antiguo Testamento».
Ahora, con estas premisas, acerquémonos a la palabra del Evangelio. Se plantea inmediatamente un interrogante: ¿cómo se define «nuevo» un mandamiento que era conocido ya desde el Antiguo Testamento (cfr. Lev 19, 18)? Aquí vuelve a ser útil la distinción entre viejo y antiguo. «Nuevo» no se opone, en este caso, a «antiguo», sino a «viejo». El propio evangelista Juan, en otro pasaje, escribe: «Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo, que tenéis desde el principio... Y sin embargo os escribo un mandamiento nuevo» (1 Jn 2, 7-8). En resumen, ¿un mandamiento nuevo o un mandamiento antiguo? Lo uno y lo otro. Antiguo según la letra, porque se había dado desde hace tiempo; nuevo según el Espíritu, porque sólo con Cristo se dio también la fuerza de ponerlo en práctica. Nuevo no se opone aquí, decía, a antiguo, sino a viejo. Lo de amar al prójimo «como a uno mismo» se había convertido en un mandamiento «viejo», esto es, débil y desgastado, a fuerza de ser trasgredido, porque la Ley imponía, sí, la obligación de amar, pero no daba la fuerza para hacerlo.
Se necesita por ello la gracia. Y de hecho, per se, no es cuando Jesús lo formula durante su vida que el mandamiento del amor se transforma en un mandamiento nuevo, sino cuando, muriendo en la cruz y dándonos el Espíritu Santo, nos hace de hecho capaces de amarnos los unos a los otros, infundiendo en nosotros el amor que Él mismo tiene por cada uno.
El mandamiento de Jesús es un mandamiento nuevo en sentido activo y dinámico: porque «renueva», hace nuevo, transforma todo. «Es este amor que nos renueva, haciéndonos hombres nuevos, herederos del Testamento nuevo, cantores del cántico nuevo» (San Agustín). Si el amor hablara, podría hacer suyas las palabras que Dios pronuncia en la segunda lectura de hoy: «He aquí que hago nuevas todas las cosas».