La Iglesia no impone, ni quiere imponer una determinada moral –la suya– a todos los ciudadanos, como algunos extrañamente afirman. Esa moral deriva de la fe, y la fe se propone, no se impone. La fe deriva de la Revelación, pero esa fe es inseparable de la razón, que nos une a todos, porque se asienta en la verdad: ni la fe que reconoce a Dios ni la moral cristiana de ella derivada pueden ir contra la razón. «No actuar según la razón, no actuar con el logos, es contrario a la naturaleza de Dios» (Benedicto XVI). Tampoco la razón puede estar contra la fe: se autolimitaría y automutilaría en su capacidad, y se volvería contra el hombre. Entre fe y razón existe un vínculo inseparable e indestructible; esto es lo que hace posible un espacio común para el diálogo, la comunicación y el entendimiento entre todos los hombres, creyentes y no creyentes. Siempre, y particularmente en nuestro tiempo, es necesaria la aportación complementaria de los diversos modos de comprender la sociedad y la convivencia social. La apertura de unos y otros en la búsqueda y el encuentro de la posible armonía de la sociedad y la convivencia social reclama el espacio común –no desligable de la razón verdadera y universal, ni limitada ni limitante– en que las personas puedan realizarse personal y socialmente. Por eso el reencuentro entre razón y fe es necesario para un nuevo y esperanzador futuro, y es base para la convivencia y la renovación cultural.
Uno de los motivos en que algunos apoyan sus tesis para no dejar espacio público a la fe y la moral derivada de ella es su visión de la fe como algo que, de suyo, conduciría a la exclusión y a la confrontación.
El nuevo modo de convivencia entre los hombres se piensa, desde ahí, que sólo podrá venir de la «razón ilustrada», la «razón» en el fondo positivista de nuestra cultura, que no tiene en cuenta a Dios; ese modo de convivencia busca cómo llegar a un entendimiento razonable y a una correcta organización de las relaciones en la sociedad basada sólo en esa «razón ilustrada», con sus diversas formas y expresiones, y en el consenso social, derivado en última instancia de esa «razón» cerrada sobre sí misma. Para una nueva convivencia, consiguientemente, para una nueva sociedad, ciertamente es necesario que se proponga un cambio cultural que impida el hundimiento y la derrota de lo humano, o su limitación, y la fractura de la sociedad. Pienso que todos o casi todos estaremos de acuerdo en esto; porque si se hunde, limita y derrota lo humano, ¿qué queda, dónde vamos?
Podríamos afirmar, sin caer en exageraciones unilaterales, que el entendimiento de los espacios que se asientan en la sola razón y los que amplían el horizonte desde la perspectiva de la religión, de la fe, están llamados, de suyo, a la íntima colaboración para que la Humanidad no cierre caminos de futuro ni se aboque a previsibles hendiduras sociales. Es necesario, como ha hecho Benedicto XVI en su fecunda trayectoria de pensamiento, favorecer el acercamiento entre la visión racional –o, si queremos, mundo laico– y la perspectiva religiosa –mejor, la perspectiva creyente– para que sobre la base de un armonía entre ambas –fe y razón, dimensión racional y religiosa– se puedan no sólo reconocer sino cimentar los derechos básicos del hombre y de la sociedad y, al mismo tiempo, se puedan proponer, con garantía, la realización de esos mismos derechos para la superación de las conflictividades sociales cada día más vivas debido al rechazo de la armonía fe-razón, sin la cual no se puede establecer un auténtico diálogo en el que se engloben todas las dimensiones fundamentales del hombre.
A nadie se le escapa que la convivencia no es posible allí donde el rechazo del Creador hace inviable la comprensión y acogida de la creación, de modo especial de la criatura humana. Se nos impone el esfuerzo de mostrar la necesidad, y la posibilidad, de conciliación de la fe y la razón como respuesta a los problemas de la modernidad, como la clave existencial de compresión de la Historia, y como superación de la secularización o del laicismo radicales de nuestros días. Se debería conceder el primado a lo que aparece como indiscutible en la raíces de Occidente –Europa y América–: la no ruptura de la coherencia interior en el cosmos de la razón cuando no deja de estar presente la pregunta sobre Dios –puesta en el corazón del hombre–, y de la respuesta de Dios mismo dada a su criatura (la Revelación).
Lo que está en juego en esta sociedad y dentro de nuestra cultura dominante en orden a alcanzar la necesaria convivencia entre todos, es una recta visión del hombre, una consideración válida para todos conforme a la recta razón no limitada ni limitante de la persona en sí misma (que, en la antropología cristiana, no es inteligible sin Dios en el centro de la creación). Benedicto XVI, en su Mensaje para el primero de año de 2007, propuso una paz nueva, verdadera y estable, una real y justa convivencia, y ofreció un criterio que «no puede ser otro que el respeto de la «gramática» escrita en el corazón del hombre por su divino Creador». Actuar sin respeto a esa «gramática» es ir contra la razón, es ir contra el hombre. Necesitamos más reflexión conforme a la razón y menos vanalidades para labrar un nuevo futuro digno del hombre. Esto no es imponer ninguna moral a nadie: es actuar conforme a la recta razón que obliga a todos.
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