Leyendo el Evangelio de Juan se entiende que originariamente terminaba con el capítulo 20. Si fue añadido este nuevo capítulo 21 es porque el propio evangelista o alguno de sus discípulos sintieron la necesidad de insistir una vez más en la realidad de la resurrección de Cristo. Ésta es, de hecho, la enseñanza que se deduce del pasaje evangélico: que la resurrección de Jesús no es sólo un modo de hablar, sino que ha resucitado, en su verdadero cuerpo. «Nosotros hemos comido y bebido con Él después de su resurrección de los muertos», dirá Pedro en los Hechos de los Apóstoles, refiriéndose probablemente precisamente a este episodio (Hechos 10, 41).
A la escena de Jesús que come con los apóstoles el pez puesto en las brasas, le sigue el diálogo entre Jesús y Pedro. Tres preguntas: «¿Tú me amas?»; tres respuestas: «Tú sabes que te amo»; tres conclusiones: «¡Apacienta mis ovejas!». Con estas palabras Jesús confiere de hecho a Pedro -y según la interpretación católica, a sus sucesores- la tarea de supremo y universal pastor de la grey de Cristo. Le confiere ese primado que le había prometido cuando dijo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos» (Mateo 16, 1819).
Lo que más conmueve de esta página del Evangelio es que Jesús permanece fiel a la promesa realizada a Pedro, a pesar de que Pedro había sido infiel a la promesa hecha a Jesús de no traicionarle jamás, aún a costa de la vida (Mateo 26, 35). (La triple pregunta de Jesús se explica con el deseo de dar a Pedro la posibilidad de suprimir su triple negación durante la Pasión). Dios da siempre a los hombres una segunda posibilidad; frecuentemente una tercera, una cuarta e infinitas posibilidades. No expulsa a las personas de su libro al primer error. ¿Qué ocurre entretanto? La confianza y el perdón del Maestro han hecho de Pedro una persona nueva, fuerte, fiel hasta la muerte. Él ha apacentado la grey de Cristo en los difíciles momentos de sus comienzos, cuando era necesario salir de Galilea y lanzarse a los caminos del mundo. Pedro será capaz de mantener, por fin, su promesa de dar la vida por Cristo. Si aprendiéramos la lección contenida en la forma de obrar de Cristo con Pedro, dando confianza a alguien después de que se ha equivocado una vez, ¡cuántas personas menos, fracasadas y marginadas, habría en el mundo!
El diálogo entre Jesús y Pedro hay que trasladarlo a la vida de cada uno de nosotros. San Agustín, comentando este pasaje evangélico, dice: «Interrogando a Pedro, Jesús interrogaba también a cada uno de nosotros». La pregunta: «¿Me amas?» se dirige a cada discípulo. El cristianismo no es un conjunto de doctrinas y de prácticas; es algo mucho más íntimo y profundo. Es una relación de amistad con la persona de Jesucristo. Muchas veces, durante su vida terrena, había preguntado a las personas: «¿Crees?», pero nunca: «¿Me amas?». Lo hace sólo ahora, después de que, en su pasión y muerte, dio la prueba de cuánto nos ha amado Él.
Jesús hace que el amor por Él consista en servir a los demás: «¿Me amas? Apacienta mis ovejas». No quiere ser Él el que reciba los frutos de este amor, sino quiere que sean sus ovejas. Él es el destinatario del amor de Pedro, pero no el beneficiario. Es como si le dijera: «Considero hecho a mí lo que harás por mi rebaño». También nuestro amor por Cristo no debe quedarse en un hecho intimista y sentimental, sino que debe expresarse en el servicio de los demás, en hacer el bien al prójimo. La Madre Teresa de Calcuta solía decir: «El fruto de amor es el servicio, y el fruto del servicio es la paz».