La primera gran encíclica de Francisco es un sermón dominical de algunos minutos. El nuevo Papa lo pronuncia improvisando, desde el ambón de la pequeña iglesia parroquial de Santa Ana, dentro de las murallas del vaticano: «El mensaje de Jesús es la misericordia. Para mi, lo digo humildemente, es el mensaje más fuerte del Señor».
Vivimos en una sociedad que nos acostumbra cada vez menos a conocer nuestras responsabilidades y a hacernos cargo de ellas: los errores, de hecho, los cometen siempre los otros. Los inmorales son siempre los otros, la culpa es siempre de algún otro, nunca nuestra. Pero vivimos a veces también la experiencia de un cierto clericalismo de regreso concentrado solo en «regularizar» las vidas de las personas, a través de la imposición de requisitos previos y prohibiciones que sofocan la libertad y hacen más pesado el ya fatigoso vivir cotidiano. Listo para condenar, en vez acoger. Capaz de juzgar, pero no de inclinarse ante las miserias de la humanidad. El mensaje de la misericordia, corazón de esta primera encíclica no escrita del nuevo Papa, abate al mismo tiempo ambos clichés.
El Papa Francisco ha comentado el fragmento evangélico de la adúltera, la mujer que los escribas y los fariseos querían lapidar como prescrito por la ley mosaica. Jesús le salva la vida, pidiendo a quien estuviera libre de pecado que tirara la primera piedra: se marcharon todos. «Tampoco yo te condeno; vete y de ahora en adelante no peques más».
El Pontífice, refiriéndose a los escibas y a los fariseos que habían llevado a la mujer que tenía que ser lapidada ante el Nazareno, dijo: «A nosotros a veces, nos gusta apalear a los demás, condenarlos».
El primer y único paso necesario para hacer experiencia de la misericordia, ha explicado Francisco, es reconocerse necesitados de misericordia. «Jesús ha venido por nosotros, cuando nosotros recomemos que somos pecadores», ha dicho. Es suficiente no imitar a ese fariseo que ante el altar daba gracias a Dios por no ser «como todos los demás hombres». ¡Si somos como ese fariseo, si nos creemos justos, «no conocemos el corazón del Señor, y no tendremos nunca la alegría de sentir esta misericordia!». Quien está acostumbrado a juzgar a los demás, a sentirse tranquilo, a considerarse justo y bueno, no advierte la necesidad de ser abrazado y perdonado. Y en cambio hay quien lo advierte pero piensa que es irredimible, por el excesivo mal cometido.
El Papa al respecto, ha contado un dialogo que tuvo lugar en el confesorario cuando un hombre, escuchando esta palabra sobre la misericordia, respondió a Bergoglio: «¡Oh, Padre, si usted conociera mi vida, no me hablaría de este modo! ¡Las he hecho buenas yo!». Y él respondió: «¡Mejor! Vete donde Jesús: a él le gusta que le cuentes estas cosas! Él olvida, Él tiene una capacidad especial para olvidar. Olvida, te besa, te abraza y te dice solamente: "Tampoco yo te condeno; vete y de ahora en adelante no peques más". Sólo te da ese consejo. Tras un mes, estamos en las mismas condiciones... Volvemos al Señor. El Señor nunca se cansa de perdonar: ¡nunca! Somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón. Y pidamos la gracia de no cansarnos de pedir perdón, porque Él no se cansa nunca de perdonar».
Dios no se cansa nunca de acoger y perdonar, si únicamente reconocemos que estamos necesitados de su perdón. Esta es la primera gran encíclica no escrita del nuevo Papa. Se dirá: pero esto es desde siempre el corazón del mensaje cristiano. Y sin embargo desde hace cuatro días las palabras simples y profundas de Francisco son una bocanada de oxígeno. Para muchos. Precisamente porque presentan el rostro de una Iglesia que no recrimina a los hombres sus fragilidades y sus heridas, sino que las cura con la medicina de la misericordia.