La vorágine de la vida, tantos acontecimientos vividos, algunos tan importantes como la renuncia del papa Benedicto XVI, y la elección de su Sucesor, Francisco –tan diversos ambos Papas y, sin embargo, tan iguales en lo esencial: Dios por encima de todo, que es Amor y Misericordia– podrían hacernos olvidar un poco que estamos en el Año de la Fe. Este Año, recordamos, está convocado para fortalecer la fe en Dios en un contexto que parece rebajarlo cada vez más a un segundo plano, cuando por el contrario es la realidad fundamental, en cuya aceptación se juega el futuro del hombre, su sentido y su destino.
Cuántas veces, desde esta misma página, he recordado que la realidad de Dios nos concierne de manera decisiva a todos, y que no da lo mismo creer o no creer para la vida y el futuro del hombre. El mensaje de la misericordia de Dios está en la entraña del Evangelio y de la fe; así nos lo recordó una y otra vez, incluso con una Encíclica específica Juan Pablo II. Así lo vemos también en la enseñanza de Benedicto XVI, transida de proclamación gozosa de que Dios es amor, amor misericordioso, y así nos lo está mostrando una y otra vez, todos los días, el Papa Francisco desde el inicio de su Pontificado.
Ésta es nuestra gran esperanza, la que mueve a vivir la vida con total confianza, esa confianza plena que muestra y tiene un niño recién amamantado en brazos de su madre. ¿Cómo callar y dejar de testificar que «los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan su misericordia» (Salmo 32), cuando lo que más necesita el mundo de hoy es la misericordia? Nuestra esperanza y confianza están puestas por completo en la misericordia infinita de Dios que nunca se acaba y se renueva cada mañana. Somos testigos, con toda verdad, de que la misericordia de Dios llega ininterrumpidamente a sus fieles de generación en generación. Toda la historia humana es muestra fehaciente de que Dios no abandona al hombre. No estamos a merced de fuerzas oscuras, ni vivimos de forma solitaria nuestra libertad, sino que dependemos de la acción del Señor, poderoso y amoroso, rico en misericordia y perdón, que tiene preparado para nosotros un reino, ya instaurado, sede de una manifestación de piedad, de bondad, de gracia, de justicia, de perdón, de ternura y de misericordia, que no tiene vuelta atrás ni límite alguno, aunque sí atraviesa no pocas ni pequeñas dificultades.
La misericordia de Dios, que llena toda la tierra y acompaña al hombre en toda su historia, llega a su punto culminante en la persona de su Hijo. Bien podemos decir que Jesús, en la integridad de su persona y en el misterio, de sus palabras y de sus obras, de su vida entera, es la misma misericordia eterna y sin límites de Dios hecha carne de nuestra carne que de manera irrevocable y para siempre se ha unido al hombre y se ofrece a todos. El rostro, manso y humilde corazón, es el rostro mismo de Dios, un rostro que desvela las entrañas llenas de misericordia de Dios. No sólo nos muestra ese rostro en sus parábolas de la misericordia, sino que se sienta a la mesa amarga de los pecadores y come con ellos, que no condena y siempre perdona –hasta incluso en la cruz misma, a los que le condenan y maltratan–, que se acerca a los miserables y los cura, que se despoja de todo para enriquecer con su pobreza a todos, que es la donación de cuanto es y tiene: todo, Amor, misericordia, perdón, paz. Sobre todo, en su muerte y resurrección, Jesús, amor misericordioso de Dios que se ha identificado con nuestra miseria para rescatamos de ella, se nos ha dado enteramente, en verdadero derroche de gracia y de sabiduría, la plenitud de la misericordia y se nos ha concedido conocer y probar que Dios es Amor, Amor misericordioso, que tiene un corazón que se compadece y libera de la miseria humana. Somos testigos de que Dios no abandona al hombre definitivamente, de que el Amor misericordioso sin límites, en Jesús, se ha unido al hombre de manera irrevocable, se ha empeñado a favor del hombre, y no lo deja ni lo dejará en la estacada por muy sin salida que se encuentre. Caminará siempre sobre las aguas procelosas de la historia y lo acompañará, en su Iglesia, hasta la orilla serena de felicidad y de paz. La resurrección de Cristo es la manifestación plena de la misericordia de Dios: en ella han sido vencidas para siempre las fuerzas del mal.
De Dios podemos fiarnos incondicionalmente. En cualquier callejón sin salida, ante lo que amenaza de muerte al hombre o reclame aliento y ánimo de vida. Podemos poner toda nuestra confianza y confiarnos a Él, como un niño pequeño en brazos de su madre. Este Año de la fe es una llamada, una invitación, a renovar la confianza en el Señor, en su misericordia. Es una alegría grande saberse amado por Dios, con esa ternura y misericordia suyas que son incomparables. Hacer nuestra esta alegría, que lleva –como al salmista, y como gustaba tanto a Santa Teresa, caracterizada por la alegría que brota de saberse amada– a «cantar eternamente las misericordias del Señor». Sí, deberíamos alegrarnos por el don de la fe; es el bien más precioso, que nadie nos puede arrebatar, como nadie puede separarnos del amor misericordioso de Dios manifestado y entregado en Cristo. Vivir la fe entraña dar gracias al Señor cada día, con la oración y con una vida coherente. Una oración que suplica ante Dios que «su misericordia venga sobre nosotros como lo esperamos de Él»; y una vida coherente que lleva a «ser misericordiosos, como el Padre celestial es misericordioso». La misericordia y la fe cambian el rostro de la historia.
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