Pasadas las solemnidades de Semana Santa y Pascua, el Papa Francisco, como todo hijo de vecino, habrá tenido que ponerse el traje de faena, sentarse ante la mesa de su escritorio y empezar a despachar el cúmulo de papeles y asuntos pendientes que sin duda se le habrán acumulado desde que Benedicto XVI renunció a su misión apostólica.
Es de suponer que estos primeros días o semanas del ministerio petrino del Papa Francisco, los dedique a enterarse a fondo, primero, del estado real de la curia vaticana, seguida o simultáneamente, de la diócesis que le es propia, la de Roma, y, a continuación, aunque pausadamente dadas sus dimensiones planetarias, de la situación por partes de la Iglesia en el mundo. Bueno, insisto, es un suponer.
Superada esta primera fase de su misión, vendrán los nombramientos de cargos eclesiásticos, bien confirmando a los ya ejercientes, o bien introduciendo sabia nueva acompañada, tal vez, de alguna remodelación o simplificación del organigrama vaticano. Digo de nuevo, es de suponer.
En mi opinión, el cargo que marcará la pauta del rumbo que se ha impuesto a sí mismo el Papa argentino será el de secretario de Estado. ¿Continuará el cardenal Bertone? No lo creo, aunque el relevo no sea inmediato. ¿Le sustituirá otro italiano? Tampoco lo creo. Entonces, ¿Un americano más en Roma? En el Norte los hay muy competentes y gran capacidad de arrastre, pero..., ¿tiene que ser necesariamente americano? En todo caso hay que tener presente que el secretario de Estado es el principal ejecutivo, después del Papa, en la curia, y la bisagra que une el Vaticano con el exterior. Todo ello le proporciona una gran poder o, digamos, una gran influencia sobre el Papa. O al revés, el secretario de Estado es el brazo ejecutor de las ideas del Papa.
No todos los secretarios de Estado de los últimos papas han sido santos de mi devoción. A Casaroli, el de Pablo VI, por ejemplo, le veía excesivamente “diplomático”. En su afán de entenderse con los mandatarios del poder político extranjero, dio de lado a las perseguidas Iglesias del silencio de allende el telón de acero, y se puso a pastelera con sus perseguidores. Eran los tiempos postconciliares, en los que los jesuitas de la curia generalicia impusieron la tesis de que el marxismo iba a terminar dominando el mundo entero, luego era oportuno ponerse a bien con él, sin percatarse que se trataba ya de un gigante oxidado con los pies de barro.
Y hablando de relevos, habrá que suponer, una vez más, la pronta sustitución de los arzobispos-cardenales de Madrid y Barcelona, que buena falta hace. Sobre los posibles sustitutos ya ha circulado más de una quiniela. Nada serio, me parece a mí. Simples juego florales de plumillas enredadores o francotiradores de facción. Los catalanistas de la Generalidad se han apresurado a enviar a Roma una embajada para pedir que nombren en Barcelona, a “uno de los suyos”. Qué mente más estrecha tienen estos sujetos. Y qué sentido más raquítico de la catolicidad de la Iglesia. Claro que en Cataluña casi nadie se califica católico, sino, a lo sumo, cristiano, como los evangélicos, según los nombres de sus publicaciones o asociaciones religiosas. Lo bueno sería que el Papa Francisco les mandase a un arzobispo negro, pongo por caso, para que aprendiesen que el planeta es redondo, y la Iglesia también. Seguro que sería menos nefasto para el futuro de lo poco que queda de la grey catalana que los mitrados nacionalistas al uso. Han dejado a Cataluña convertida en un erial. Como Setién y compañía a Vasconia. Mucho peor que en la generalidad de las diócesis del resto de España, cuando antaño aquellas, ambas dos, eran vivero de vocaciones y de santos fundadores, y ejemplo de vitalidad religiosa.