El domingo pasado el sucesor de Benedicto XVI dio su bendición «Urbi et Orbi», habiendo podido conducir con obediente tranquilidad también todas las celebraciones previstas para la Semana Santa. Lo mismo han podido hacer sus electores de la Sixtina, muchos de los cuales eran arzobispos de la mayor ciudad del mundo, diócesis que no podían ser abandonadas por sus obispos precisamente en el tiempo más importante del ciclo litúrgico.
Una tentación instintiva daría lugar a comparaciones con las instituciones italianas, incapaces de dar un gobierno al país y probablemente también de elegir un presidente de la República. Una situación para la cual no se ve una salida, ni siquiera repitiendo las elecciones que podrían llevar a la mismo punto de bloqueo insuperable. Naturalmente, la comparación es poco práctica (por un lado tenemos a la última monarquía realmente absoluta, por el otro una democracia parlamentaria), pero puede al menos servir para comprender alguna cosa más de la Iglesia. De hecho, su cuerpo electoral tiene también una primicia en todo el mundo, porque es el más restringido y al mismo tiempo el más cosmopolita: los votantes vienen de los cinco continentes literalmente. Muchos no se conocen entre ellos, se encuentran en Roma por primera vez en las reuniones que preceden al Cónclave y sólo allí tienen la oportunidad de verse cara a cara y de confrontarse.
En aquellos encuentros (dicho sea de paso), la lengua vehicular desde hace años ya no es el latín, sino el italiano, generalmente excelente porque todos, o casi, los sacerdotes que alcanzan en la Iglesia puestos elevados tienen en sus currículums carreras o al menos especializaciones en los ateneos pontificios romanos. Los que hacen colección de los motivos de rencor que nuestro país debería tener contra El Vaticano, olvidan que gracias a él precisamente el mundo católico es el único en el que el italiano es la lengua internacional. También aquí hablamos por experiencia personal: en todas partes, no sólo los obispos, sino también teólogos y laicos estudiosos de cuestiones cristianas, conocen y practican nuestro idioma. El cual, por cierto, debe al Papado también su desarrollo como medio con el cual los diversos pueblos de la península pudieron entenderse entre ellos. En efecto, en la Italia de aquel entonces, dividida en muchos estados, sólo en la gran Curia romana trabajaban —por centenares, por no decir millares— funcionarios y empleados en funciones de lo más diversas, provenientes de todas partes, desde los Alpes hasta Sicilia. Y también gracias a ellos el vulgar toscano se convirtió en la lengua cotidiana que aún hoy practicamos. En las Congregaciones, los «Ministerios» vaticanos, se escribía en latín pero se hablaba —el único ámbito en toda la península— en una lengua que, poco a poco, del idioma cuasi-literario que era, se iba adaptando a la vida concreta. Era lo que el católico Alessandro Manzoni intentaba recordar al masón Francesco de Sanctis, patriótico inventor del esquema de una lectura «nacional» que todavía hoy seguimos, pero que pareció olvidar el papel decisivo de la Corte y del Gobierno papal en la creación del idioma en el que se expresa aquella literatura.
Obviamente, la lengua es esencial para comprenderse pero, para ponerse de acuerdo sobre una persona que debe elegirse como Cabeza de la Iglesia entera, es necesaria sobre todo una concordia de intenciones que parecería utópica en una institución repartida por toda la tierra y donde todas las culturas y las situaciones sociales están representadas. Pero es necesario ponerse de acuerdo, por añadidura, adecuándose a una ley que exige para las elecciones una mayoría de nada menos que dos tercios de los votantes. Y, sin embargo, lo que parecía imposible se ha realizado pronto y bien: poquísimas votaciones, menos de dos días de cónclave y he aquí la fumata blanca, he aquí que la Iglesia tenía su nuevo Papa, he aquí la fila de Grandes Electores pasar uno a uno delante del ya no más arzobispo de Buenos Aires para jurarle obediencia. He aquí que el pasado domingo, el entonces monseñor Bergoglio, ahora papa Francisco, renovó el feliz anuncio de la Resurrección, en nombre de toda la Iglesia. La rapidez de esta elección (al mismo tiempo, eso sí, de muchos de los cónclaves precedentes) es un buen signo para el creyente: es una confirmación de que, a pesar de la crisis, la fe que aquellos hombres comparten, constituye un vínculo que obra más allá de cualquier división humana. Discordancias, entre los cardenales, que no proceden sólo de sus orígenes sino a menudo de sus perspectivas sobre la organización de la institución eclesial: y, sin embargo, sólidamente unidos en el Credo, la base de cualquier decisión, y sobre las indicaciones de quien, de entre todos ellos, dé esperanzas razonables y fundadas de vivirlo y defenderlo mejor.
Pero hay otros pensamientos que suscita la primera Pascua del primer sudamericano convertido en Pontífice con una rapidez de elección similar. De las ventanas del Palacio Apostólico donde Francisco impartió su bendición el pasado domingo, se ve muy bien otro edificio, el del Quirinal, donde los papas habían vivido durante siglos y cuya cerradura fue rota una noche de septiembre de 1870 a manos de un par de francotiradores militares italianos, por orden del general Raffaele Cadorna. Era necesario hacerlo rápido, despejar todos aquellos altares, acabar con el exceso de cuadros religiosos, exorcizar la sacralidad: ese edificio tenía que convertirse en el nuevo palacio del rey de Italia, Vittorio Emanuele II. El papado era practicamente un fantasma, ninguna potencia, incluso las formalmente «católicas» se habían molestado en defenderlo. La modernidad había irrumpido desde Porta Pia al son de disparos de cañón. El decrépito y anacrónico Pontífice habría podido irse al exilio (un poco burlonamente, la Inglaterra anglicaba ofrecía hospitalidad en Malta para aquella reliquia del medioevo) pero, aunque se hubiera quedado en el Vaticano, no habría molestado demasiado: la Iglesia no tenía futuro, ninguna persona culta e informada podía tomarla ya en serio. Pero, precisamente en Turín, en el Turín de los Saboya, un sacerdote, un tal don Juan Bosco, meneaba la cabeza y recordaba a sus jóvenes una profecía que había escuchado en alguna parte: «La dinastía que roba a la Iglesia de Dios no llega ni a la cuarta generación». Qué casualidad: precisamente una noche de un 8 de septiembre —la gran fiesta popular de la Natividad de María—, el tercer representante de aquella dinastía que se había instalado en el Quirinal rompiendo la puerta, huía entre el pánico y el caos, mientras la «Nueva Italia» se deshacía y los generales escapaban, disfrazados de civiles burgeses, dejando a los soldados a su suerte. En medio de Roma abandonada, sólo el Papa permanecía en su lugar y, no por casualidad en julio del siguiente año, toda la ciudad de forma espontánea corría entre aplausos a la plaza de San Pedro. Hoy gracias a Dios la situación es bien distinta, pero una vez más Italia —precisamente en ese mismo edificio, el Quirinal— está bloqueada, incapaz de salir de su crisis, mientras que la Iglesia que nuestros antepasados daban por muerta (y que está en crisis también), ha actuado con prontitud ante el imprevisto que ha supuesto la inédita «renuncia» de un Papa, ha elegido rápidamente un sucesor y está dispuesta de nuevo a afrontar los retos del futuro.
Sí, somos conscientes: parecen pensamientos curiosos en la semana de Pascua, pero precisamente la institución que celebra la Resurrección de Cristo es la que tiene la historia más larga a sus hombros. En el fondo, es natural que suscite reflexiones similares en las personas que tienen curiosidad por la historia. Este Papa, con el inédito nombre de Francisco, que estamos aprendiendo a conocer y que bendijo el pasado domingo al mundo, no es más que el último eslabón de una cadena ininterrumpida destinada a ir alargándose al paso de la historia humana.
Traducción: Sara Martín
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