Este viernes 31 de mayo el Papa Francisco viajará a Rumania y el domingo 2 de junio, último día de su viaje, presidirá en Blaj la divina liturgia con la beatificación de siete obispos greco-católicos martirizados “en odio a la fe” entre 1950 y 1970, bajo el dominio comunista.
Estos siete son sólo algunos de los cristianos de Rumania, obispos, sacerdotes y laicos, que merecen la corona del martirio.
Uno entre muchos es Ioan Ploscaru, obispo, fallecido en 1998 a los 87 años de edad, de los cuales quince pasados en la cárcel en condiciones inhumanas. Confió el relato de su calvario a un libro publicado en Rumania en 1993 y después en Italia en 2013 por las Ediciones Dehonianas de Bolonia, del que se pueden leer amplios pasajes en este enlace: Bienaventurados los perseguidos. El relato de un mártir moderno.
Catene e terrore [Cadenas y terror]: el testimonio del obispo Ioan Ploscaru.
Y después está también el impresionante testimonio leído el 23 de marzo de 2004 en el Vaticano por Tertulian Ioan Langa, sacerdote greco-católico, que publicamos a continuación.
En 2004, el padre Tertulian tenía 82 años. Falleció en 2013. Su relato es muy detallado y, a la vez, espiritual. Un poco Solzhenitsyn, un poco hechos de los mártires. Entre gracia y misterio de iniquidad, llevado a los límites de lo imaginable. Con la "Santa Providencia" que actúa a través de las manos inconscientes de sus feroces verdugos.
El sacerdote Tertulian Ioan Langa (1922-2013).
En un momento en que se abusa de la palabra martirio aplicada también a los shahid islamistas, que se estallan a sí mismos para causar una masacre, este es un testimonio que ayuda a restablecer la verdad. Y que no hay que perderse en absoluto.
El testimonio se puede leer íntegro en italiano y en inglés. Aquí, en español, la parte final.
"Porque es más grande el cielo sobre nosotros", por Tertulian Ioan Langa
… Después me trasladaron a la cárcel subterránea de la zona pantanosa de Jilava, a ocho metros bajo tierra. El espacio estaba aprovechado de la manera más científica: dos metros de longitud por veintiocho centímetros de anchura para cada persona tendida en el suelo, de lado. Algunos, más ancianos, estaban tumbados sobre tablas de madera, sin sábanas o mantas. El húmero, la parte externa de la rodilla y del tobillo estaban en contacto con la madera. Nos manteníamos sobre la punta de los huesos, para ocupar un espacio mínimo. Podías apoyar la mano sólo sobre tu cadera o en el hombro de tu vecino. No resistíamos más de media hora en dicha posición; después todos juntos, cuando nos lo ordenaban, puesto que no era posible hacerlo separadamente y uno tras otro, nos dábamos la vuelta hacia el otro lado. La pila de cuerpos apiñados, dispuestos de esta forma, tenía dos niveles, como en una litera. Sin embargo, debajo había un tercer nivel, en el que los detenidos yacían directamente sobre el cemento, en el que se condensaban los vapores de la respiración de setenta hombres junto a las aguas de infiltración y la orina que rebosaba de la letrina, formando una mezcla viscosa en la que nadaban estos desventurados. En el centro de la celda-tumba de Jilava sobresalía un recipiente metálico, de unos setenta-ochenta litros, para la orina y las heces de setenta hombres. No tenía tapa y el olor y el líquido rebosaban abundantemente. Para llegar al recipiente tenías que pasar por el "filtro", es decir, por un control severo aplicado a la piel desnuda, control en el que te examinaban todo el organismo y todos sus orificios.
El "filtro"
Con una varilla de madera nos raspaban la boca, bajo la lengua y las encías, en el caso de que nosotros, bandidos, hubiéramos escondido allí algo. La misma varilla nos perforaba las fosas nasales, las orejas, el ano, debajo de los testículos; era siempre la misma, rigurosamente la misma para todos, como signo de igualitarismo. Las ventanas de Jilava no estaban hechas para hacer pasar la luz, sino para obstaculizarla, puesto que todas estaban cuidadosamente cerradas con tablas de madera clavadas. La falta de aire era tal que para respirar nos acercábamos a turno, tres cada vez, boca abajo, para acercar la boca al resquicio de la puerta, posición en la que contábamos sesenta respiraciones, para que después otros compañeros pudieran recuperarse del desvanecimiento y de la falta de oxígeno.
Desnudos en el hielo
Desde Jilava, tras largos años de profanaciones humanas, fuimos trasladados, con cadenas en los pies, a la cárcel de máximo aislamiento llamada Zarka, pabellón del terror de la prisión de Aiud. La acogida se desarrolló según el mismo ritual siniestro y diabólico de profanación del hombre creado por el amor de Dios. La misma raspadura, las mismas botas tremendas que se hundían en las costillas, en el abdomen, en los riñones. La celda en la que me metieron no tenía nada: ni cama, ni manta, ni sábana, ni almohada, ni mesa, ni silla, ni esterilla y tampoco ventanas. Únicamente barras de acero y yo, como el resto, solo en la celda: me asombraba de mí mismo, vestido sólo con mi piel y cubierto de frío.
Estábamos a finales de noviembre. El frío era cada vez más penetrante, como un incómodo compañero de celda. Al cabo de unos tres días, desde la puerta abierta con violencia me arrojaron unos pantalones desgastados, una camisa de manga corta, calzoncillos, un uniforme de rayas y un par de botas desgastadas, sin cordones, sin calcetines. Nada para cubrirse la cabeza. Y, además, una especie de letrina, un mísero recipiente de unos cuatro litros. Me vestí con la rapidez de un rayo. Helados, el cuarto día nos contaron. En lugar de mi nombre me dieron un número: K-1700, el año en el que la Iglesia de Transilvania se reunió con Roma. En el registro civil ya me habían asesinado. Sobrevivía sólo como un número estadístico.
Caminar o morir
Para sobrevivir al frío estábamos obligados a movernos continuamente, a hacer gimnasia. En el momento en que caíamos extenuados por el cansancio y el hambre, nos precipitábamos en el sueño; un sueño brevísimo, porque el frío era cortante. El pabellón, inmerso en el silencio lúgubre de la muerte, resonaba bajo nuestras botas sin cordones. Nos animaba la misteriosa voluntad de un pueblo de permanecer en la historia y la vocación de la Iglesia de seguir viva. Dejábamos de caminar alrededor de las 12:30, durante una media hora, cuando el sol se detenía, avaro, en el rincón de la celda. Allí, acurrucado con el sol en el rostro, robaba un instante de sueño y un rayo de esperanza. Y cuando el sol me abandonaba, yo sentía, sin embargo, que la Gracia no lo hacía. Con cada paso recitaba rítmicamente una oración, componía letanías, recitaba los versículos de los salmos.
Seguimos caminando así, para no tropezar con la muerte, durante diecisiete semanas. A quien le abandonaba la fuerza o la voluntad de moverse, moría. De los 80 hombres que entraron en Zarka, sólo sobrevivieron 30. Lentamente, las barras de hierro se revestían de escarcha, formada por el aliento de vida de nuestra respiración, brillante hábito de paso hacia el cielo.
Pero todo es gracia
No he escrito mucho sobre estas experiencias dramáticas de mi vida. ¿Quién podría creer lo que parece increíble? ¿Quién puede creer que las leyes físicas hayan sido superadas por la voluntad? ¿Y si tuviera que relatar los milagros que he vivido? ¿No se considerarían fantasmagorías? Sería más difícil para mí soportar esta incredulidad que más años de prisión. Tampoco creyeron en Jesús muchos de los que le vieron: "Desde entonces, muchos discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con él" (Jn 6, 66).
Nada sucede por azar en la vida. Cada instante que el Señor nos concede está cargado de Gracia –impaciencia benévola de Dios– y de nuestra voluntad de responderle o rechazarle. Nos corresponde a cada uno de nosotros no reducir todo a un simple relato duro, feroz, increíble y comprender, en cambio, que la Gracia acogida no frena al hombre, sino que lo lleva más allá de sus expectativas y de sus fuerzas. Espero de corazón que este testimonio abra una ventana de Cielo. Porque es más grande el Cielo sobre nosotros que la tierra bajo nuestros pies.
Publicado en el blog del autor, Settimo Cielo.