Un problema general se sitúa en la esencia misma de tantas instituciones religiosas: los objetivos para los que surgieron ya no se corresponden con las necesidades de la sociedad actual. A nivel de instrucción, de sanidad, de asistencia, el Estado social ha asumido la carga (aun con la ineficacia y el coste que todos conocemos) de problemas a los que los fundadores religiosos querían poner remedio, ejercitando una caridad admirable y al mismo tiempo indispensable. Esta caridad, hoy, se dirigiría a otros fines. Se ha intentado, pero los resultados parecen no corresponder con las expectativas. También porque el Concilio Vaticano II, reconociendo las potencialidades cristianas del estado de laico fiel, ha reducido implitamente el estado del laico religioso, tiempo atrás considerado como el culmen de la vida cristiana, como la elección necesaria para alcanzar la «perfección» evangélica.

¿Es necesario realmente hacerse monja o fraile para hacer el bien? La Reforma del siglo XV, como se sabe, respondió negativamente y para prender fuego a la pólvora apareció un fraile agustino que se deshizo de su hábito y, para mayor provocación, decidió casarse con una monja recién salida de la clausura. Con su convento de Wittenberg, ya vacío de religiosos, se construyó la casa para su familia y los amigos más intimos. Pero —más allá de todas las consideraciones religiosas que aquí no podemos hacer, que justifican la elección católica y que fueron ya ampliamente expuestas en el Concilio de Trento— uno de los resultados de este repudio de la vida religiosa fue la fragmentación continua, y aún en curso del protestantismo.


En efecto, el mismo Evangelio suscita carismas diversos. En la Iglesia romana, quien «siente» con particular evidencia un aspecto de la enseñanza de Jesús (la oración ininterrumpida, el apostolado, la pobreza, la atención a los enfermos o a los jóvenes, la enseñanza, el abandono total a la Providencia, y demás) funda una congregación que se corresponda con esa sensibilidad y que reuna bajo el mismo techo a aquellos que la compartan. En el mundo protestante, por el contrario, el bautizado sensible a un aspecto particular de la enseñanza bíblica funda su iglesia, una nueva comunidad o secta, porque las que ya existen no consienten el pluralismo extraordinario, aún dentro de la unidad, que concede el catolicismo, donde todos los carismas encuentran derecho de ciudadanía, cooperando uno junto al otro.

La división en el protestantismo fue radical muy rápidamente, y generó muchas otras: Lutero ponía en el centro la justificación, por tanto la salvación eterna a través de la simple fe, sin las obras. El centro de la predicación de Calvino era la predestinación: el terrible plan de Dios para una humanidad dividida entre salvados y réprobos, entre criaturas destinadas ab aeterno al paraíso y otras al infierno, independientemente de sus méritos o deméritos. En el catolicismo las dos perspectivas —si bien depuradas, atenuadas en sus extremos, precisadas— habrían podido producir escuelas teológicas dentro de la ortodoxia, escuelas de las que podría haber surgido una nueva orden religiosa. ¿Acaso los agustinianos, dominicanos, jesuitas y todos los demás no tienen quizá teologías diversas que, sin embargo, conviven con las demás en la koinè católica? En el protestantismo, la perspectiva luterana y la calvinista produjeron dos Iglesias, con todas sus ramificaciones, a menudo peleonas, que derivaron de éstas y aún hoy lo hacen.


De todos modos, volviendo al declinar de las familias religiosas dentro de la Iglesia: se trata de un trend histórico del que el nuevo Papa es obviamente consciente y que no podrá no considerar. Es necesario no meter a todos en el mismo saco y, sobre todo, aquí sirve más que nunca la advertencia evangélica de denunciar los puntos de crisis, pero sin juzgar a nadie. En cualquier caso, es necesario no olvidar jamás (y seguramente no es el sucesor de Pedro uno de los que lo hace) que toda vocación al sacerdocio o a la vida religiosa es un don de Dios. Por tanto, aquí se puede impetrar por encima de todo con la oración, y seguramente no se obtiene solamente con «reformas» humanas, con todo lo refinadas que éstas puedan ser. Muchos fracasos eclesiales del postconcilio se deben precisamente a la sobrevaloración del plano humano, de la estrategia casi de manager, olvidando que la Iglesia es una multinacional, pero cuyo Presidente (y Administrador Delegado) está en el Cielo. Es un Dueño que todo lo puede, pero sus proyectos son a menudo inescrutables incluso para sus propios colaboradores en la Tierra, incluso para los más eminentes; y, en cualquier caso, para obtener cualquier cosa Suya es necesario pedir, a menudo implorar. Y mejor aún si es arrodillados.


El nuevo pontífice, además, no necesita de nosotros para ser consciente de que está muriendo una cristiandad (es decir, un modo de vivir el cristianismo en un cierto tiempo: volveremos a ello más adelante) y, con ella, mueren también muchas de las instituciones que le eran propias. Una cristiandad que, en lo que respecta a las familias religiosas que conocemos, se inició aproximadamente en el siglo XIII.

El primer milenio ha sido primero de tono anacoreta y después monástico: junto a los sacerdotes llamados seculares, la llamada «vida de perfección» era solamente la de los eremitas o la de los monasterios. Monasterios de Cánones Regulares (la forma más antigua de vida cenobítica) y, sobre todo, de los Benedictinos que —también gracias a los favores de papas y de príncipes, comenzando por Carlo Magno— tuvieron una especie de monopolio para la vida consagrada en el Medioevo, incluso en las varias ramas en las que se dividieron. Pero, entorno al siglo XIII, he aquí la primera aparición de las órdenes mendicantes, franciscanos y domincanos. Y después de un mar de iniciativas debidas a los grandes Fundadores que fueron también, bastante a menudo, grandes santos. Una estación gloriosa sobre la que el Concilio de Trento que planeaba encima disciplinó y al mismo tiempo relanzó con mayor vigor aún. Los frutos han sido bastante abundantes, la caridad cristiana se ha hecho visible y eficaz en el mundo de infinitas formas, nacida por la creatividad y el sacrificio de una masa de religiosos cuyo nombre y rostro conoce Dios.


La Revolucion francesa primero, y Napoleón después podían soportar a los sacerdotes «de parroquia» si aceptaban ponerse al servicio del poder, si transformaban la caridad de cristianos en filantropía de philosophes, si exhortaban a sus ovejas a la obediencia a las autoridades políticas, pero querían hacer desaparecer a monjes y frailes. Los primeros porque eran considerados inútiles y ociosos, no pudiendo —los agnósticos o ateos— distinguir la importancia de la oración, el valor también «social» que ésta tiene en una perspectiva de fe. Los segundos porque ejercían servicios sobre los cuales el Estado exigía el monopolio y porque estaban considerados intrigantes y peligrosos por cuanto dependían del Papa, y por tanto de un poder «extranjero».

Y aún así, no sólo las órdenes y las congregaciones resurgieron con vitalidad de la persecución que se convirtió después en total abolición, sino que experimentaron tal renacimiento que el largo pontificado de Pío IX es el que vio surgir el mayor número de fundaciones, sobre todo femeninas, en la entera historia de la Iglesia. El desarrollo continuó ininterrumpidamente y algunas veces llegó a parecer incluso triunfal: en la muerte del Papa Pacelli en 1958, cantidad y calidad de la vida consagrada no habían sido nunca tan altas. Una especie de gran armada, pacífica y motivada, rebosante de infinitos objetivos religiosos y humanitarios y al mismo tiempo compacta en la unidad, dispuesta a obedecer al Papa. Alcanzado su zenit, he aquí las dificultades que hoy, más de medio siglo después, llevan a interrogarse sobre la posibilidad misma de supervivencia de muchos de aquellos institutos.


Lo repetimos, para evitar errores de perspectiva y para juzgar correctamente lo que está sucediendo: una cosa es el cristianismo, otra cosa son las cristianidades que se van sucediendo a lo largo de la historia y que encarnan la fe en los diversos periodos de los acontecimientos humanos. Precisamente la capacidad católica de adaptación a las más diversas épocas y culturas —permaneciendo siempre ella misma pero cambiando de formas externas y métodos y profundizando a lo largo de los siglos en el significado y las exigencias del Evangelio—es uno de los secretos de su duración en el tiempo y de su expansión en el espacio. Un signo evidente de esta adecuación a formas diversas en varios tipos de cristiandad sucesivas, se encuentra en la sucesión ininterrumpida de los estilos arquitectónicos eclesiales: del románico, al gótico, al estilo del Renacimiento, al barroco, al neoclásico, al eclecticismo, etcétera, hasta llegar a nosotros. Y en cada uno de estos modos de expresar la fe de siempre, el resultado siempre ha sido un trabajo excelente. A diferencia de lo que sucede en el mundo ortodoxo que, ya sea en la pintura que en la arquitectura, permanece fiel a los antiguos cánones, no existe un «estilo católico». El aspecto de las iglesias es diferente, tanto en lo externo como en el interior, según los tiempos en los que fueron erigidas, pero son iguales los sacramentos que se administran en estos edificios, lo mismo que son iguales las palabras evangélicas que suenan dentro. Ahora mismo estamos en una fase de transición de una época que, como todas aquellas que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia, será todavía larga y ciertamente dolorosa. Todo parto lo es: dificultad, luchas, tormentos —pero también, como compensación, la ayuda continua del Espíritu— acompañan a cada fase de la vida eclesial. «Vida», digo, no por casualidad: precisamente su capacidad de encarnarse en los diversos tipos de cristiandad que se suceden muestra cómo el cristianismo no obedece a las leyes comunes que rigen la historia humana.

La Iglesia muta, con el tiempo, sus intituciones, su propio aspecto externo, pero no muta de naturaleza y no muta su objetivo esencial para el que ha sido instituida, la salvación de las almas. Los cristianos mas fervorosos y llamados a una mayor generosidad se reunieron en los monasterios por la salus animarum (sobre todo la suya y, conjuntamente, la de los demás); y después, durante otro milenio, se recogieron en las órdenes y en las congregaciones de las que se llenó el mundo. Si las antiguas fundaciones, si las gloriosas familias declinan, otras se están asomando, nuevas realidades están sustituyendo o sustituirán aquellas que han agotado su función histórica. No sabemos cómo, de qué forma, con qué nombres, pero incluso para quien no tiene fe pero conoce al menos un poco los veinte siglos de historia, sabe que el deseo de algunos en cada generación de vivir hasta el fondo el Evangelio encontrará siempre manera de encarnarse. Los creyentes que son llamados siempre encontrarán un modo de consagrarse por entero al Dios de Abraham y de Jesús.


Solamente un último apunte, a propósito de clero —ya sea secular o religioso— y a propósito de la que fue un tiempo la virtud de la obediencia, que se pretende de todos aquellos que han recibido el sacramento de la Ordenación sacerdotal. La adecuación dócil a las normas de la Iglesia universal (las normas no son sólo de doctrina, sino también de disciplina) es un aspecto decisivo para la vida de las instituciones eclesiales y para el debido ejemplo a los fieles. Y todo papa cuenta por encima de todo con esta fidelidad sincera y dispuesta de su grey.

Hablemos de un aspecto que parece menor —el del hábito eclesiástico—, pero que en realidad tiene un significado ejemplar. El nuevo Código de Derecho Canónico, que no es sospechoso de tradicionalismo porque se ha reescrito según las indicaciones del Vaticano II y se publicó en 1984, recita, en el cánon 284: «Los clérigos han de vestir un traje eclesiástico digno, según las normas dadas por la Conferencia Episcopal del lugar». Y, para los miembros de órdenes y congregaciones, prescribe en el cánon 669: «Los religiosos deben llevar el hábito de su instituto, hecho de acuerdo con la norma del derecho propio, como signo de su consagración y testimonio de pobreza». El Vaticano II mismo había advertido de no abandonar este «signo» de consagración sobre el cual, por cierto, Juan XXIII era rigurosísimo, imponiendo a su clero, en el Sínodo Romano que precedió al Vaticano II, el hábito talar negro y prohibiendo incluso el clergyman.

Pues bien: primero Pablo VI, después Juan Pablo II, finalmente Benedicto XVI, han multiplicado las exhortaciones, las invitaciones, las órdenes, las reprimentdas, pero el resultado es siempre la Armada Brancaleone (película italiana de los años sesenta, N. de la T.) de los sacerdotes (obispos incluidos, y no raramente) vestidos cada uno según su antojo. Del traje completo de manager, al abrigo de mecánico, hasta llegar a los trapos bien estudiados de mendigo-filósofo: siempre indistinguibles de los laicos igualmente. La recomendación de un Concilio Ecuménico y las repetidas disposiciones disciplinarias de cuatro papas no han conseguido obtener ninguna escucha, a menudo ni siquiera por parte de la jerarquía episcopal.

Para la Iglesia no sirve el famoso dicho: para el Magisterio, ya sea conciliar o papal, también «el hábito hace al monje». No se trata ciertamente de sacralizar un tipo de vestimenta, de ser nostálgicos del hábito talar negro o de las «costumbres» un tanto pintorescas e incómodas a la par de ciertas órdenes religiosas. El hábito del clero, secular y religioso, ha cambiado más veces y podrá cambiar muchas más (el Papa mismo viste de blanco sólo desde el siglo XVI, parece que porque san Pío V, dominicano, no quiso abandonar el luminoso hábito de su orden), pero lo que debe expresar de forma visible e inmediata es la consagración a Dios de quien lo lleva.

La cuestión parece secundaria, pero no lo es en absoluto: detrás del rechazo al hábito religioso existe una teología, existe la negación protestante de un sacerdocio «sacro», que distinga al sacerdote del creyente común; existe el rechazo a la perspectiva católica que, con el sacramento del orden, convierte a un bautizado en alguien «diverso», «aparte». El Concilio, al recomendar un signo, sea el que sea, que distinga al religioso del laico, explica que su importancia deriva del hecho de que es «signo de consagración». Pero precisamente esto es lo que no aceptan muchos que se visten como quieren: el sacerdote no como testigo de lo Sagrado, no como «atleta de Dios» (la imagen es de san Pablo) luchando por la salvación de la propia alma y de la de sus hermanos contra las Potencias del mal. Más bien como de un hombre como los demás, distinto si acaso por su mayor empeño socio-político.


Y ahora una pequeña astilla, un breve apunte —también aquí sin ninguna pretensión— sobre la situación de laicos, católicos y ex católicos, con los cuales el Papa se enfrentará. Permanecemos en Europa: el abandono en masa de la práctica incluso solamente dominical, ha llevado a algunos a la indiferencia y a la lejanía, y para otros se ha transformado en hostilidad, tanto como para empujar a los sociólogos a acuñar un triste neologismo: «cristianofobia».

No hay que pensar que esto no tiene que ver con Europa, escribe en su último informe el sociólogo Massimo Introvigne, responsable del Observatorio sobre la Libertad Religiosa del Ministerio de Exteriores italiano y representante del OSCE, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa: «También en el Viejo Continente existe una oleada de crímenes de odio contra los cristianos y, en particular, contra la Iglesia católica. Desde la simple intolerancia y la discriminación, desde los insultos —Internet está siempre lleno de ellos y los fanáticos se reúnen en grupos cada vez mayores— si ha pasado a la violencia activa». Para el 2012, el informe de la OSCE hace un elenco de 67 crímenes documentados —no de actos de simple gamberrismo— en Europa, de los cuales sólo seis se refieren a actos vandálicos contra las iglesias, atribuibles a grupos de fundamentalistas islámicos.

La violencia musulmana en nuestro continente parece ser un acto esporádico. Atentados sanguinarios como los de Madrid o Londres tenían motivaciones políticas, no religiosas. De los 67 casos de los que se hablaba, quince comportan agresiones físicas contra los cristianos comprometidos contra el aborto u hostiles al matrimonio homosexual. Sectores del mundo gay —según los observadores—se están haciendo cada vez más resentidos contra la Iglesia que, por otra parte, corre el riesgo de encontrarse en una situación paradójica: la presencia homosexual dentro de ella parece haberse convertido lo suficientemente relevante como para que algunos hayan llegado a hablar de un lobby que condicionaría las actividades de cierto sector de la Curia. Es significativo que el único cardenal de Gran Bretaña llamado a elegir al nuevo Papa haya decidido no participar en el Cónclave, admitiendo la verdad de las acusaciones de actos homosexuales con jovenes seminaristas. En los EEU, una violenta campaña de la prensa ha intentado impedir el viaje a Roma de algunos purpurados, acusados de excesiva indulgencia y, quizá, de una sospechosa comprensión para con sus sacerdotes pederastias, término más adecuado en lugar del mal utilizado «pedófilos». Efectivamente, los actos de los que se acusan a cierto clero rara vez conciernen a niños, sino más bien a jóvenes en los seminarios o a adolescentes en los oratorios.


Volviendo al informe de la OSCE sobre la violencia, otros 46 casos constiyen ataques contra sacerdotes y contra iglesias, estatuas, imágenes religiosas. En Austria, por ejemplo, en la viglia anterior a la pasada Navidad, fueron incendiadas tres iglesias en la misma noche, en Francia fueron decapitadas imágenes de María y de santos a golpe de palo, en Alemania fueron destruidas con piedras vidrieras de templos antiguos.

Sin ninguna duda, parte influyente de la inteligencia del Viejo Continente y del media-system occidental está de parte de aquellos que —al igual que los jacobinos en 1973, aunque esperemos, eso sí, que sin guillotinas— querrían «cerrar definitivamente el paréntesis cristiano». Como dice el programa de un movimiento de intelectuales franceses que militan a favor del retorno de la licencia ética del paganismo, donde los dioses no podían dar lecciones de moral a nadie, il faut enjamber deux millénaires, es necesario sobrepasar dos milenios y recomenzar desde cero, sacudiéndose de encima la gravosa herencia de la cruz. Esa cruz que la Unión Europea quiere quitar de los muros públicos, donde está aún expuesta, pero también de las personas: Bruselas, atenta hasta el paroxismo a cualquier cosa que aparentemente viole los derechos humanos, ha juzgado indefendibles a las personas que fueron despedidas del trabajo, en el norte del continente, porque llevaban una cruz al cuello. Lo sentimos, han dicho, pero aquel pequeño gesto podría ser interpretado como una provocación, y en cualquier caso viola la equidistancia religiosa de quien trabaja para los servicios públicos. El Occidente de estos decenios se ha mostrado dispuesto a indignarse y a manifestarse en las plazas por cada buena causa, ya fuera verdad o presuntamente verdad, acompañado de rimbombantes manifiestos firmados por los grandes nombres de la cultura hegemónica. Pero aquí parece que le han puesto la sordina a las protestas: nuestra indignación es, más bien, solicitada para la causa de la caza de las ballenas o de los elefantes, no para la caza del bautizado.


Esta «fobia», este odio contra quien venera la cruz y de la que Europa no escatima, también se extiende en África y Asia, tanto es así que —con las estadísticas en la mano— el cristianismo es, con mucho, la religión más perseguida del mundo. Y no solamenteen los países islámicos, sino también en los de maoría hinduista o budista: es decir, entre los seguidores de religiones que la «leyenda rosa» europea nos describía como el triunfo de la mansedumbre y de la no violencia, al contrario que el cristianismo, intolerante y dogmático.

Prevalece la idílica imagen de Asia, patria de Gandhi, olvidando que Mahatma fue asesinado precisamente por un fanático hindú que le acusaba de ser demasiado manso y sumiso respecto a los fieles de otras religiones. Los budistas del Tíbet no tampoco se quedaron atrás en cuanto a intolerancia y, después de múltiples asesinatos de misioneros (a menudo enviados allí sólo como exploradores), en el siglo XVIII procedieron a la masacre en masa de los capuchinos, muchos de los cuales fueron crucificados. Pero el calvario continúa, incluso en Asia: muchos cristianos son asesinados cada año en Tailandia, por parte de grupos de budistas fundamentalistas para los que es intolerable que una minoría de la población indígena no frecuente las pagodas.

Hay que decir, por amor a la verdad, que son bautizados, y por tanto cristianos al menos formalmente, las hordas de europeos y norteamericanos que han elegido ese país como lugar ideal para la innoble práctica de un turismo sexual que no escatima ni siquiera niños, sean niños o niñas. Así pues, a la agresividad budista contribuye también el desprecio popular hacia una religión de la cual provienen muchos explotadores cínicos de una miseria que induce a muchas familias a poner a la venta a sus hijos. Es difícil de explicar a los tailandeses que esos depravados podrán ser bautizados, pero que no tienen nada que ver con el cristianismo. Siempre en Asia, el ateismo de un «comunismo» imaginario como el de la satrapía oriental que oprime ya desde hace tres generaciones Corea del Norte, ha llevado a cabo un auténtico genocidio en las zonas que fueron cristianas, convertidas a principios del siglo XX gracias a los misioneros europeos. Las fotos de los satélites espía han mostrado que las religiones que tiempo atrás estaban pobladas de bautizados hoy están desiertas completamente. Se estima que las víctimas hayan estado en torno a las trescientas mil.



Pero también en el África Negra y otros lugares, como en ciertas partes de Oceanía, el «buen salvaje» del mito de Rousseau, el hombre bueno por naturaleza, no estropeado por la civilización, fue en realidad un entusiasta practicante de masacres de cristianos siempre que tuvo la posibilidad. Fue, pero a menudo también lo es ahora, no sólo cuando es musulmán, sino también cuando forma parte de cultos animistas o de creencias sincretistas que continúan multiplicándose y creciendo entre los africanos.

Naturalmente, es conocido para todos el gran agujero negro (o más bien rojo, por la sangre de los mártires) del Islám fanático que practica una auténtica y real «limpieza religiosa» cuando es mayoría y que, donde no llega a serlo, procede con un goteo de atentados, de homicidios, de acoso.

¿Por qué tanto odio y por qué tanta degradación en Occidente, delante de lo que a menudo asume el terrible rostro de la masacre? El creyente tiene que permanecer lejos, obviamente, de todo espíritu de venganza, pero también de todo victimismo. Por tanto, venerando a sus mártires, pero al mismo tiempo con cuidado por la advertencia de Jesús: «Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros». La posibilidad del martirio (en la perspectiva evangélica, no es una desgracia sino una gracia, siempre y cuando sea aceptada y no buscada, a diferencia del Islam que promete el paraíso a quien se mata asesinando a otros), forma parte de una perspectiva que tiene su base en la lógica del propio Evangelio. Por decirlo junto a Chesterton, el converso inglés: «Nuestro símbolo es la cruz en el Gólgota, no la casa de campo en los suburbios de Londres. Se nos ha prometido la persecución del mundo, no una estancia en las termas de Bath».


Está claro que, a pesar dela alternancia de derecha e izquierda en los varios gobiernos europeos, una deriva que por ahora parece irrefrenable lleva a costumbres morales que antes o después las leyes reconocen, y que contrastan frontalmente con la ética católica. Y esto, también incluso entre los aún practicantes, tanto es así que se ha llegado a hablar de un «cisma silencioso» es decir, una práctica de vida, que no tiene en cuenta (aún sin proclamación externa y, al parecer, sin crisis de conciencia) los preceptos eclesiales. A día de hoy, incluso entre aquellos que se definen como católicos y que se acercan a los sacramentos, ¿quien se plantearía excluir de su vida conyugal los anticonceptivos; o disuadir al pariente divorciado de casarse; o advertir al amigo gay practicante; o prohibir a la hija que se acueste con su novio; o disuadir a las parejas de convivir antes del matrimonio, o a vivir según la sencillez evangélica, dando todo lo superfluo al que lo necesita? El católico practicante medio europeo parece coincidir, en la praxis moral, con el laico medio de la posmodernidad, sin diferencias relevantes.

Esta asimilación es, de hecho, también a nivel político: tal y como han confirmado las encuestas sociológicas, el católico practicante de Occidente vota según su decisión personal y no tiene en cuenta las sugerencias, a veces en voz baja, del episcopado. Buena cosa, visto que en política no deberían existir dogmas y el cristianismo se encarna al mismo tiempo en todos y en ninguno de los sistemas políticos, siempre y cuando no sean extremistas y siempre y cuando se protejan lo que el Papa Benedicto XVI amaba calificar como «los principios no negociables». Pero el hecho es que después del fin (en toda Europa, Italia incluida) de los partidos confesionales, la diáspora política católica no se ha manifestado, como tendría que haberlo hecho, como «sal y fermento» en las diferentes formaciones, sino que demasiado a menudo ha optado por la adecuación a la línea del partido elegido; o, genéricamente, por lo «políticamente correcto» que es, como decíamos, la actual ideología hegemónica, bien lejos del Evangelio, a pesar de las engañosas apariencias de un buenismo edificante.

(Continuará)

Traducción: Sara Martín

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