Antes de extendernos al resto del mundo, con algún rapidísimo (y del todo insuficiente, que quede claro) golpe de sonda, concentrémonos en primer lugar en la Europa que, a pesar de todo, sigue siendo central. A pesar del descenso numérico —en los tiempos de la Gran Guerra los católicos eran el 45% de la población total del continente, hoy son el 35%— el centro permanece, y no sólo porque el Papa sea el obispo de Roma. Aparte de las comunidades —de fundación apostólica, según la tradición— del Medio Oriente y de Egipto (junto con aquella que dependió de Egipto durante milenios, Etiopía), comunidades reducidas su mínima expresión debido a la milenaria opresión musulmana, la Iglesia universal entera es hija de la Europa católica.
Las comunidades protestantes comenzaron la actividad misionera bastante tarde, y con contrastes y dudas teológicas sobre su legitimidad. Las comunidades ortodoxas, las Iglesias greco-eslavas, prefirieron expandirse como el aceite, como Rusia, en continuidad con su territorio, sin ir prácticamente a ninguna otra parte, también por falta de una autoridad central que coordinase el envío de anunciadores del Evangelio. Los eslavos hablaron de un Moscú como «tercera Roma» pero, aunque venerable y una rica forma de encarnación del Evangelio, a la estructura autocéfala, a menudo transformada en agresivo nacionalismo, le faltó el respiro universal que caracterizó a Roma, primero pagana y después cristiana, y que unió la Urbe y la transformó en Orbis.
Las comunidades católicas de cada continente fueron fundadas por misioneros españoles, portugueses, francese, holandeses, austríacos, bavareses, italianos y llevan aún este sibno, incluso en la arquitectura de las iglesias o de los conventos. Incluso hoy, a pesar de que el centro de gravedad numérico se haya movido más allá del Atlántico, los orientamientos teológicos y culturales para la catolicidad llegan desde Europa. Un ejemplo que ya hemos señalado: Sólo un pobre simple puede creer, por ejemplo, que la más conocida de las teologías «exóticas», la llamada «de la liberación», haya nacido por el sufrimiento y el anhelo de los explotados en la América que habla español y portugués. En realidad, ha sido elaborada en los laboratorios teológicos de Francia y Alemania, con una robusta aportación holandesa: por tanto, por los mismos hombres y por los mismos círculos que han inspirado y guiado, en los hechos, el Vaticano II, Concilio más de teológos que de obispos. Y todos, con pocas excepciones, europeos. No es casualidad que, aunque sólo sea desde los tiempos de Pablo VI y después, sobre todo, de Juan Pablo II, se haya intentado hacer realmente universal el Colegio Cardenalicio, aunque en el último Cónclave los purpurados europeos hayan sido el mayor grupo claramente.
La misma superpontencia demográfica y económica de los Estados Unidos (más de 80 millones de Roman Catholics, como los llaman, la mayor confesión cristiana del país, los protestantes divididos en un polvillo siempre creciente de comunidades, a veces derivadas de la Reforma europea, a veces más recientes y quizá pintorescas) no ha dado a la Iglesia universal hasta ahora ninguna nueva orden o congregación de relieve, ni ningún santo popular, ni tampoco una idea original al pensamiento católico. Salvo por aquel «americanismo», una aplicación un poco naif del pragmatismo yanki al Evangelio, que León XIII se apresuró a condenar en 1899.
No obstante, es curioso, para un país del que parece venir todo para nosotros, en el bien o en el mal: la secularización, que ha afectado y afecta la perspectiva cristiana de un modo radical, no viene, como tantas otras cosas, de EEUU, sino del iluminismo europeo, sobre todo francés y alemán,y de la inteligencia moderna y postmoderna de nuestro Viejo Continente. Es más, los States, son hasta ahora (obviamente, hasta que dure) un país «religioso», con porcentajes bastante altos de pertenencia y de asiduidad de un grandísimo número de comunidades que se llaman cristianas, pero muchas de las cuales parecen tener un aspecto comercial junto al religioso. El eslógan In God we trust que aparece en los billetes del dólar es de origen masónico (todos los Padres Fundadores fueron masones), como confirman el triángulo y otros símbolos de las Logias sobre las dos caras del billete verde.
Sin embargo, permanece el hecho de que, si se miran los sondeos, la mayoría de los americanos declara creer en Dios; es más, precisamente en el Dios propuesto por la Biblia. Incluso aunque su modo de entenderlo, también entre los religiosos y religiosas católicos, suscite fuerte perplejidad en cuanto a su ortodoxia: teología y moral parecen a menudo simplemente variantes del American way of life, entendida en un sentido «políticamente correcto». No es casualidad que, después de observaciones, llamadas de atención, peticiones, advertencias por parte de Juan Pablo II, Benedicto XVI haya enviado desde Roma a los institutos religiosos masculinos y femeninos una especie de «inspectores doctrinales» que, naturalmente, han suscitado el enfado de los «investigados» y de los conformistas siempre dispuestos a gritar al despotismo vaticano y a la represión de la libertad de pensamiento. Una escena que hemos visto repetirse continuamente, en los largos tiempos de la contestación que siguieron al Concilio Vaticano II.
En realidad, nadie obliga a nadie a hacerse católico, menos aún a hacerse fraile o monja. La puerta de la Iglesia está abierta para todo el que quiera entrar con buenos propósitos, pero está aún más abierta de par en par para quien se quiera ir a otra parte. El catolicismo no tiene nada que ver con el islamismo, que condena a muerte a quien deje el Corán para elegir otras vías; pero tampoco tiene nada que ver con las pequeñas iglesias y sectas de cierto tinte neo-protestante que persiguen, quizá de manera oculta, a los tránsfugas, y los amenaza no con la pena de muerte para el cuerpo, sino para el alma, con la exclusión de la salvación eterna. Para todos es algo aceptable que cualquier grupo humano organizado tenga sus reglas, sus estatutos, sus disciplinas, siempre y cuando no estén en contraste, se sobreentiende, con las leyes estatales o al menos con las leyes naturales. Pero es singular que, teniendo en cuenta las muchas protestas de estos decenios provenientes de los ambientes clericales, el único que no debería tener reglas y no debería usarlas es solamente el catolicismo, incluso en el caso (que ha sucedido y todavía sucede para muchos) de fugas evidentes de la ortodoxia o de estilos de vida no aceptados.
La Iglesia, que quede claro, no es un partido ni un club. Pero aquí quizá podría servir un ejemplo: si, en estas instituciones políticas o sociales alguien —por cierto, en un puesto de responsabilidad— protestase áspera y públicamente por la línea elegida por la directiva, más aún, la llenase de insultos y le invitase a dejar sitio a otros para cambiar totalmente la perspectiva; y si este alguien, primero advertido respetuosamente y después invitado a irse, se negase a hacerlo alegando ser víctima del autoritarismo, ¿quién podría escandalizarse de la exclusión final? El escándalo, en el Occidente actual, está reservado siempre y solamente a la Jerarquía católica si, teniendo la obligación de custodiar la recta doctrina, después de haber ejercitado ampliamente la virtud de la paciencia, osa reaccionar contra las orgullosas y obstinadas opiniones en primera persona de alguno de sus miembros, desde la monja de la provincia americana hasta la aclamada estrella de la teología.
Una vez, el cardenal Ratzinger me dijo, cuando estaba al frente de la Congregación para la Doctrina de la fe (aquí permaneció durante un cuarto de siglo, el papa Wojtyla lo consideraba demasiado valioso para sustituirlo y rechazó siempre sus peticiones de dimisión para volver a sus estudios), me dijo, por tanto, el mismo «guardián» de la ortodoxia católica: «Desde cuando esta institución se llamaba Santo Oficio, hemos sido sometidos a toda clase de acusaciones y desprecios. Nadie piensa nunca que nosotros, en realidad, defendemos simplemente al pueblo de Dios, estamos de la parte de aquellos que no saben nada de Teología y que solamente quieren vivir la fe según un catolicismo auténtico, el que los sacerdotes les han enseñado con el catecismo. Defendemos al pueblo creyente de las desviaciones, de los errores, de los engaños de los intelectuales, de los profesores, de los teólogos que querrían cambiar aquello de lo que vive el pueblo de la Iglesia y en lo que este mismo pueblo quiere morir».
Pero volviendo a Europa, umbilicus Ecclesiae, la situación ciertamente no es tranquilizante en el sentido humano: la disminución de las vocaciones al sacerdocio secular está disolviendo buena parte de la milenaria red de diócesis y parroquias, por falta de personal eclesiástico que pueda suceder a quienes mueren o se retiran. Diócesis de millones de bautizados hace años que proporcionan un número de «sacerdotes noveles», como se decía tiempo atrás, inferior al número de dedos de una mano.
Ya ahora, en Francia, en el área germánica y otros lugares, las unificaciones son la norma, pero cada vez son menos necesarias. Existen sacerdotes, casi siempre ancianos, titulares de decenas de parroquias de provincia que fueron vivas y floridas; existen diócesis en las que para la Santa Sede es difícil incluso encontrar entre el clero local superviviente, algún candidato adecuado para consagrarlo como obispo del lugar; existen episcopados en grandes y magníficos palacios donde el obispo está casi solo en medio de una final de salas y salones desiertos. Como han señalado más de una vez los nuncios apostólicos, la programación urbanística para los nuevos barrios en la periferia de las metrópolis europeas, incluso aunque fueron tiempo atrás católicas, casi nunca prevé un espacio para el edificio eclesial. Y eso sin suscitar particulares protestas, más bien —normalmente— en la indiferencia incluso de sus futuros habitantes. Por el contrario, se alzan ruidosas reivindicaciones islámicas (apoyadas, esta vez sí, por las fuerzas políticas y los intelectuales «iluminados») si en esos planes urbanísticos no se prevé la ya obligatoria mezquita.
De las pocas vocaciones que supervivientes para el sacerdocio, buena parte son las llamadas «tardías». Jóvenes u hombres ya adultos, es decir, que han vivido la experiencia de una conversión y están deseosos de responder a la llamada a la vida sacerdotal: pero para «hacer un sacerdote» es necesario el tiempo, son necesarias orientaciones expertas y sabias. La buena voluntad no puede suplir a la formación precoz, dada hace tiempo en los seminarios menores ahora abolidos salvo en alguna zona del mundo. Los nuevos movimientos eclesiales se han mostrado como un discreto vivero de sacerdotes: pero estos —cuando los hay— no se ponen al servicio de la escasez de las diócesis, sino del grupo que ha creado y ayudado en su vocación.
Tampoco se puede creer (lo han denunciado más veces tanto Benedicto XVI como Juan Pablo II, pero las llamadas de atención comenzaron con Pablo VI), que la enseñanza de los teólogos y biblistas —en los seminarios que quedan o incluso en los ateneos que se hacen llamar «católicos»—sea siempre respetuosa para con las indicaciones que vienen de Roma. Al escaso clero que sale de ellas le falta a menudo, más que una cultura adecuada, lo que los alemanes —también en la juventud de Joseph Ratzinger— llamaban die katholische Weltanschauung, la perspectiva, el punto de vista católico. No es raro que a menudo la óptica de cierta parte del clero y de cierta parte de la prensa confesional parezca ser la de la ideología hegemónica en ese momento: durante más de veinte años después del Vaticano II, fue el amasijo —con diferentes dosis dependiendo de los lugares y de los teólogos— entre cristianismo y marxismo.
Yo mismo estaba presente como joven cronista de La Stampa cuando, en los terribles Setenta, el cardenal arzobispo de Turín, Michele Pellegrino, fue a visitar el gran seminario de la diócesis en Rívoli. El obispo, incluso teniendo fama de abierto progresista, fue recibido por los jóvenes, entonces en hábito talar, que desplegados sobre la entrada, alzando el puño cerrado, cantaban con rabia el eslógan de los desfiles extraparlamentarios: «¡Viva Marx! ¡Viva Lenin! ¡Viva Mao Tse Tung!». Hace tiempo que aquel seminario —para cuya construcción los católicos turineses se habían desangrado, pocos decenios antes—ha sido vendido y la diocesis de Turín, con un par de millones de bautizados, ordena dos o tres sacerdotes al año, frente a las muchas decenas que ordenaba antes del Vaticano II.
Ahora, se han impuesto ampliamente el relativismo liberal, el liberalismo ético, sobre todo la political correctness, esta ideología diabólica porque, con apariencia casi cristiana, está fundada sobre lo que Cristo detesta más: la hipocresía, el eufemismo rufián, la manipulación de las palabras para esconder la realidad en su verdad. Es la satisfacción de saberse buenos —y, exentos de otras obligaciones— gracias al exorcismo verbal, a golpe de eufemismos de toda clase.
En cuanto a las vocaciones a la vida religiosa, al «estado de perfección» como se decía tiempo atrás, con el triple voto de pobreza, castidad, obediencia, muchas órdenes y congregaciones (tanto masculinas como femeninas) están destinadas inevitablemente a la extinción. A menos que, cosa que no se podría excluir en absoluto, en una perspectiva de fe, un prodigio intervenga y derribe todas las proyecciones estadísticas. En la historia de la Iglesia —la más larga, repetimos, entre todas las instituciones aún vivas— ha habido de todo, incluido el reflorecimiento impetuoso e imprevisto de familias religiosas que parecían estar a punto de desaparecer. A veces ha sido necesaria simplemente la aparición de un (o una) líder santo y carismático al mismo tiempo para hacer resurgir espiritual y numéricamente lo que se daba por moribundo.
Mientras tanto, eso así, en el mercado de la venta inmobiliaria de Roma están apareciendo las sedes, a menudo imponentes y con grandes parques interiores, de las Casas Generalicias ahora ya semidesiertas.Y en toda Europa está a la venta, o se ha vendido ya, o alquilado para objetivos profanos, parte del grande patrimonio urbanístico de las familias religiosas. Primero la Revolución Francesa, después Napoleón, después los gobiernos anticlericales de los siglos XIX y XX secuestraron con violencia los bienes de las congregaciones, las cuales a su vez, reconstruyeron lo que habían perdido. Y lo hicieron gracias sólamente a la generosidad de los fieles: una confirmación significativa del afecto y del reconocimiento que les circundaba. Ahora, muchos de aquellos bienes están en vías de liquidación, pero no por una prepotencia externa, sino por un agotamiento interno. Los colegios que fueron un día para los novicios, ahora casi desaparecidos, se han transformado hoy en asilos para los religiosos ancianos y enfermos: las varias familias religiosas establecen acuerdos para unir a sus inválidos, no teniendo ya personal ni fondos suficientes para hacerlo solos. Muchas instituciones tienen ya más casas y obras de caridad que consagrados con capacidad para ocuparlas y gestionarlas.
Merece la pena, en estos rápidos apuntes, hacer una pequeña parada en este tema de los religiosos, que no es marginal en absoluto sino que está desde hace muchos siglos en el corazón de la institución eclesial. No sólo benedictinos, cistercienses, carmelitanos, franciscanos, capuchinos, dominicanos, jesuitas, barnabitas, salesianos —por citar sólo a algunos de los más conocidos—, sino una miriada de otros institutos, tanto masculinos como femeninos, han jugado un papel decisivo para la Iglesia y por ende para la sociedad entera, en cada continente. Basta recordar el desastre no sólo religioso, sino también social e incluso económico, provocado en América Latina por el odio de los Borbones hacia la Compañía de Jesús, porque sostenía la legitimidad del regicidio, en el caso de que el soberano se comportase como un tirano intolerable: cuando el papa tuvo que plegarse al chantaje de las monarquías absolutas, suprimiendo a los Jesuitas, tanto las colonias españolas como las portuguesas sufrieron daños gravísimos. Es fácil recordar lo que representó la epopeya de los monjes de san Benedicto che llegaron a tener más de diez mil abadías en toda Europa: queriendo huir del mundo, en realidad aquellos religiosos crearon uno nuevo y su clausura terminó con el fecundar de la cultura, la agricultura, la artesanía, además de dar de comer y asistir a una masa innumerable de indigentes.
En el terrible decaimiento de los «siglos oscuros» de la Alta Edad Media, sólo las abadías fueron capaces de permitir, a menudo de construir, un nuevo orden entre las reuinas del Imperio y el caótico crearse de reinos bárbaros. La escritura, el estudio y las artes siguieron siendo practicadas únicamente entre esos claustros. La supresión violenta de todas las familias religiosas comenzada por la Revolución francesa y continuada por Napoleón está entre las causas de la desesperante miseria, sobre todo en el campo, que marcó los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX. Los jóvenes murieron por millones por las continuas guerras de Bonaparte, mientras que quien se quedaba en casa moría de hambre, también porque faltaba la ayuda de los religiosos. Por cierto, los bienes secuestrados, obviamente sin ningún tipo de reembolso, fueron revendidos a nobles y a ricos burgueses quienes exigían la mitad de lo recogido por los campesinos a los que alquilaban las tierras, mientras que los monjes se contentaban con un tercio. Pero esto es otro discurso que aquí no hay posibilidad de continuar. Eso sí, no es inútil recordar que hasta el siglo XVII, escuelas y hospitales fueron casi solamente fundados y gestionados por religiosos.
También gracias a la grandiosa y milenaria obra de las órdenes y de las congregaciones católicas, aquellos que niegan las raíces cristianas de Europa no pecan contra la Iglesia, sino contra la Historia. El presente y el futuro de estas instituciones —ya sean antiguas o recientes— no es una curiosidad para especialistas, y estará seguro en el centro de las preocupaciones del nuevo Papa. Antes de nada, es necesario protegerse (como siempre) de las generalizaciones y no olvidar los muchos ejemplos inspirados en el Evangelio que aún hoy nos llegan del mundo de los religiosos. Yo mismo he conocido y conozco muchos de estos y sé que la consagración para muchos no es sólo un destino que llevar adelante con fatalismo o resignación. No es casualidad que el Papa Francisco venga precisamente de la Compañía de Jesús que, tras el Concilio, fue de las más diezmadas. Sobre todo, aunque no sólo, sobre las fronteras misioneras, aquellas que aún permanecen continúan escribiendo páginas a veces de heroísmo, siempre de dedicación al Evangelio y, por tanto, de dedicación al prójimo, a quien llevar al pan del alma y, al mismo tiempo, el del cuerpo.
Pero de ese mismo Evangelio anunciado por los misioneros nos llega la invitación a practicar la verdad: la cual, en este caso, nos dice que en muchas de estas familias, en el pasado gloriosas por historia o por santidad, el lento pero inexorable agotamiento, con un muerto detrás de otro, sin jóvenes recambios que tomen su puesto, parece llevarles a una vida routinière, suavizando el celo apostólico de tiempo atrás, en la nebulosa gris de los conventos semivacíos. Sobre todo si seobserva más allá de Italia, donde la situación es relativamente mejor respecto a los demás países. Precisamente porque conocían el resto de la cristiandad, tanto Wojtyla como Ratzinger, se decían «reconfortados» por la calidad, aunque relativa, de la Iglesia italiana tras la tempestad postconciliar.
La tormentosa renovación postconciliar de estatutos y constituciones se ha revelado incapaz de atraer nuevas vocaciones: es más, en algunos casos, las ha hecho aún más improbables. Los jóvenes se sienten atraídos por el absoluto, por el compromiso radical, por el don total de sí: la juventud es el tiempo del entusiasmo. Pero aquí los ardores de este género parecen no encontar desahogo demasiado a menudo. Después del Concilio Vaticano II se ha elegido el camino opuesto al practicado durante toda la historia de la Iglesia, donde la renovación y la reforma se han obtenido no con la relajación sino, por el contrario, con el refuerzo de la austeridad, del sacrificio, del rigor de vida. Volver a respetar la Regla monástica es lo que ha ayudado siempre a su relanzamiento, ciertamente no lo contrario. ¿Por qué hacerse fraile o monja, si lo que ofrece la llamada por la Tradición via perfectionis no es más que una existencia de pequeño burgués, con el añadido de la renuncia a una familia, a una casa propia, a una profesión elegida libremente?
Me resulta difícil olvidar un episodio mínimo pero significativo y que, por tanto, quizá valdrá la pena contar: por razones de estudio estaba alojado en el convento de una orden con gran historia y donde los superiores tenían concentrados a los novicios de la provincia italiana. Eran tres en total, uno de los cuales era un hombre ya maduro. Después de la cena, la Regla prescribía el canto en el coro de la Iglesia de Completas, la última «hora» del Oficio Divino, la conclusión de la liturgia del día antes del descanso nocturno. Éste es uno de los momentos más significativos y ricos de espiritualidad, en el templo a oscuras, iluminado sólo por alguna vela. Sin embargo, aquella noche había una cita que los novicios esperaban con ansia de verdaderos fans: un partido en directo por la televisión, quizá la final de la Champions League. Los tres novicios, todavía en la mesa, advirtieron al anciano religioso que hacía las funciones de Maestro: el partido de fútbol era demasiado importante y, por tanto, no podían perdérselo. Así que esa noche no hubo Completas y, en su lugar, estuvo la televisión encendida para el encuentro. Así se acordó, por mayoría, después de un débil intento de resistencia. A nadie le dio lástima el resignado menear de cabeza del Maestro mientras se dirigía al coro. Él solo: de hecho, la concesión hecha a los novicios sirvió de ejemplo a los demás frailes y la comunidad entera se reunió en torno a la pantalla. Aquellos religiosos no eran benedictinos, pero espontáneamente pensé en la advertencia del Santo de Norcia para cualquiera que escoja la via perfections: Nihil operi Dei praeponatur, que nada se anteponga al Oficio Divino. Nihil, absolutamente nada, ni siquiera un partido de la Champions League.
No es casualidad que un número cada vez más alto de nuevos candidatos a la vida religiosa se haya registrado en las órdenes más severas, las «contemplativas», de clausura, masculinas y femeninas. Es decir, aquellas que —habiendo suavizado la dureza de la Regla ellas también— exigen igualmente sacrificios de los cuales no se puede escapar: horas y horas en el coro salmodiando siete veces durante las 24 horas del día, aislamiento del mundo, silencio, levantarse por la noche a menudo y quizá un exiguo sustento sólo vegetariano. Lo cual confirma que el rigor y no la relajación es lo que atrae a los jóvenes y las jóvenes que se sienten llamados a la vida religiosa. Por otra parte, incluso aquí, en el monaquismo, la situación no es tan florida como se pensaba tiempo atrás, y en cualquier caso varía según el lugar.
Por añadir otro pequeño recuerdo personal: como huésped en Montecassino, es decir en la Mater Abbatiarium Omnium, en el mismo corazón benedictino, supe con desconcierto por el abad que se temía que la comunidad de monjes descendiese por debajo de los doce, que es el número mínimo de religiosos para que una abadía pueda considerarse como tal por las leyes eclesiásticas. ¿Montecassino con riesgo de cerrar? No se llegará a tanto, naturalmente, pero el hecho induce a la reflexión.
Hace años, publiqué en una revista mensual una serie de artículos: fui a entrevistar Superiores y Superioras de familias religiosas pequeñas y grandes, antiguas y recientes, y en todas partes encontré la concienciade un declinar a la que no podrán poner remedio total las nuevas vocaciones reclutadas en el Tercer Mundo. La esperanza de llenar los vacíos europeos con los jóvenes africanos y asiáticos se ha mostrado a menudo ilusioria o, al menos excesiva. Son demasiadas las diferencias culturales, demasiada la distancia de mentalidad, demasiadas las motivaciones sospechosas en el ingreso en seminarios e institutos. Ciertamente, no son sólidas tantas «vocaciones» tercermundistas determinadas por (como un tiempo en la Europa de los campos miserables) razones de supervivencia, o de búsqueda de ascendencia social.
Existen además cuestiones particulares y espinosas. Por ejemplo: sobre todo en el África negra, la castidad que la ordenación sacerdotal exige constituye para los jóvenes no solamente una dura decisión —como para todo humano, sea del pueblo que sea—, sino también un problema social que parece irresoluble. De hecho, en aquellas sociedades tribales, el hombre con autoridad (el sacerdote debe serlo, por excelencia) es el patriarca con muchos hijos, a menudo con muchas mujeres, rodeado de un ejército de nietos. ¿Cómo podría tener el prestigio necesario para guiar a la comunidad cristiana un célibe que lo ha elegido de forma definitiva? En aquellas culturas, tanto el celibato como la castidad misma no son una virtud, sino una disminución intolerable.
No todos los casos, gracias a Dios, terminan como el de monseñor Milingo, el obispo negro que tantas simpatías y esperanzas había suscitado; no faltan los éxitos, pero muy por debajo —al menos cuantitativamente— de lo que esperaban los obispos diocesanos y los superiores generales de las congregaciones occidentales. Para movernos desde África hasta Asia: en la India, la misión católica ha tenido acogida sobre todo en las castas inferiores. A pesar de los esfuerzos de Gandhi y de sus sucesores, el milenario sistema de castas continúa condicionando profundamente las mentalidades. Un sacerdote paria no será tomado en serio más que por sus similares, pero será despreciado por las castas a las que la tradición religiosa y social atribuye superioridad.
(Continuará)
Traducción: Sara Martín
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