Juan XXIII nombró a su nuevo secretario de Estado la misma tarde de su elección como Papa: era el gran diplomático Domenico Tardini, en esa época un simple sacerdote, ni obispo ni cardenal.
Pero esa es la prehistoria, respecto al terremoto de hoy.
El Papa Francesco ha llegado a Roma "desde el fin del mundo" y está innovando el modo de gobernar la Iglesia desde lo alto, empezando por su misma persona. La reforma de la curia llegará, como llegarán muchas otras cosas, pero después de "un cierto tiempo", ha avisado.
Mientras tanto, ha dicho a todos los jefes de la curia cuyo cargo ha decaído con la renuncia de su predecesor que vuelvan al trabajo, "provisionalmente" y "donec aliter provideatur", hasta que él, el nuevo Papa, decida. Desde el 13 de marzo la curia vaticana es un vacilante ejército de funcionarios con un futuro incierto.
En su primera aparición en el balcón de la basílica de San Pedro, el neo-electo Jorge Mario Bergoglio ha querido a su lado a dos cardenales. A la derecha, su vicario para la diócesis de Roma, Agostino Vallini, y a la izquierda el amigo brasileño Cláudio Hummes, franciscano. Una pareja que personifica su programa.
De Roma, el nuevo Papa quiere ser obispo a todos los efectos, en primera persona, como ha hecho entrever inmediatamente, en el primer domingo de su pontificado, con la misa celebrada en la parroquia de Santa Ana, en el límite entre el Vaticano y el Borgo, ante la alegría del pueblo. Irá de iglesia en iglesia, recorrerá el centro y la periferia, "para evangelizar esta ciudad tan hermosa", en contacto directo con el pueblo de la diócesis que ahora es su "esposa".
Papa Francisco ama llamarse, antes que nada, "obispo de Roma". Pero se mantiene firme, y lo ha dicho enseguida, en que "la Iglesia de Roma es la que preside en la caridad a todas las Iglesias".
Son palabras de San Ignacio de Antioquía, obispo mártir del siglo II, que desde entonces guían el difícil equilibrio de poderes entre el sucesor de Pedro, el obispo de Roma, y los sucesores del colegio de los doce apóstoles, los obispos de todo el mundo; entre el ejercicio del primado papal y el ejercicio de la colegialidad episcopal. Al inicio del segundo milenio este equilibrio se rompió y el cisma dividió a la Iglesia de Roma de las Iglesias de Oriente.
Pero también dentro de la Iglesia católica el primado papal, potenciado al extremo, espera ser sopesado por el colegio de los obispos. Lo ha querido el concilio Vaticano II, hasta ahora con escasas aplicaciones prácticas, y lo ha solicitado de nuevo con fuerza Benedicto XVI en uno de sus últimos discursos como Papa, pocos días antes de la renuncia. Su sucesor Francisco ya ha dado a entender que esto es precisamente lo que quiere hacer.
Para hacerlo tiene a su disposición un instrumento en estado bruto: el sínodo, aproximadamente doscientos obispos, la élite de los casi cinco mil obispos de todo el mundo, que cada dos años se reúnen en Roma para debatir un tema de urgencia para la vida de la Iglesia.
Sus poderes son puramente consultivos, y las veintiocho ediciones que ha habido hasta ahora, desde la primera en 1967, solo raramente han superado el aburrimiento. Papa Francisco podrá convertirlo en deliberativo, naturalmente "junto y bajo" su potestad primacial.
Pero, sobre todo, podrá transformar en un "consejo de la corona" propio y permanente esa restringida asamblea de obispos, tres por continente, que cada sínodo elije al final de sus trabajos para hacer de puente hacia el sínodo siguiente.
Para un Papa como Francisco, que quiere sentir el pulso de la Iglesia mundial desde Roma, esta asamblea es el instrumento ideal. Basta decir que entre los doce elegidos por el último sínodo están casi todos los nombres de relieve del reciente cónclave: los cardenales Timothy Dolan de Nueva York, Odilo Scherer de Sao Paulo de Brasil, Christoph Schönborn de Viena, Peter Erdö de Budapest, George Pell de Sídney, Luis Antonio Gokim Tagle de Manila.
Reuniendo a su alrededor una cumbre del episcopado mundial de un nivel tan elevado, una vez al mes o incluso más a menudo, con presencia física en Roma o a través de videoconferencia, el Papa Francisco podrá gobernar la Iglesia precisamente como deseaba el concilio Vaticano II: con un apoyo colegial estable a sus decisiones últimas de sucesor de Pedro.
La curia vendrá después, y por debajo, reconducida a sus más modestas tareas de servicio a decisiones que ella no deberá tomar, ni tanto menos forzar.
El cardenal Hummes se ha expresado así, dos días después de la elección de Bergoglio como Papa: "Muchos esperan una reforma de la curia y estoy seguro de que él la hará, a la luz de la esencialidad, la sencillez y la humildad que requiere el Evangelio, siempre siguiendo la estela del santo del cual ha tomado el nombre. San Francisco sentía un gran amor por la Iglesia jerárquica, por el Papa: quería que sus frailes fueran católicos y obedeciesen al ´Señor Papa´, como decía él".
Esta referencia a Francisco no es banal, para un Papa del que se espera que "repare la Iglesia".
En la mitología pseudo-franciscana y pauperista que en estos días muchos aplican al nuevo Papa, la fantasía corre hacia una Iglesia que renuncie a los poderes, estructuras y riquezas, y sea puramente espiritual.
Pero el santo de Asís no vivió para esto. En el sueño de Papa Inocencio III pintado por Giotto, Francisco no derriba la iglesia, sino que la sostiene en sus hombros. Es la iglesia de San Juan de Letrán, la catedral del obispo de Roma, que en esa época hacía poco que había sido restaurada y embellecida magníficamente, pero afeada por los pecados de sus hombres, los cuales sí que debían ser purificados. Algunos seguidores de Francisco fueron lo que cayeron en el espiritualismo y la herejía.
Papa Bergoglio tiene la sólida formación de una jesuita a la antigua. No sueña mínimamente con abolir la curia, pero sí con limpiarla. En una homilía matinal a un restringido número de cardenales, dos días después de la elección, ha insistido sobre la palabra "irreprensible". Bergoglio siempre se ha mantenido cuidadosamente alejado de la curia romana, pero conoce sus desórdenes y pecados.
Exigirá la efectiva lealtad de todos sus miembros, violada de forma escandalosa en los años pasados con el robo de documentos privados, incluso del escritorio personal de Benedicto XVI.
Exigirá la fiel y rápida ejecución de todas sus órdenes.
Exigirá una revisión de los gastos cuyo objetivo será el ahorro, en unos balances que en 2012 han vuelto peligrosamente a los números rojos, según cuanto se ha anticipado a los cardenales en el pre-cónclave.
Inicialmente, Benedicto XVI ya había intentado adelgazar la curia. Había unificado los dos consejos de la cultura y del diálogo interreligioso, como también los de "Iustitia et Pax" y Emigrantes.
Pero luego todo volvió a estar como antes, e incluso se creó otro dicasterio, el de la nueva evangelización, asignado a monseñor Rino Fisichella.
Pero lo peor es la desunión. Cada oficina se ocupa de sí misma, a veces manteniendo al Papa en la ignorancia.
Fue clamoroso, hace dos inviernos, el golpe de mano de los neocatecumenales, que casi consiguieron arrancar la aprobación de Joseph Ratzinger a sus bizarras liturgias. El Papa lo descubrió y bloqueó todo in extremis. Le dolió ver que entre los autores de la maniobra había un cardenal en el cual había depositado una gran confianza, el prefecto de la congregación para el culto divino Antonio Cañizares Llovera. Ordenó a la congregación para la doctrina de la fe que examinaran las liturgias de los neocatecumanelaes. El dossier descansa ahora en un cajón.
Otra disfunción la originan los dirigentes de curia que utilizan su oficina como tribuna para ambiciones muy personales. Prueba de ello es monseñor Vincenzo Paglia, nombrado jefe del pontificio consejo para la familia no obstante provenga de una comunidad, la de San Egidio, cuya historia interna no es ejemplar en materia, manchada como está por matrimonios concertados y fracasados. Las declaraciones que él normalmente hace colisionan, por su vaguedad, con el clarísimo e intransigente magisterio papal, pero le valen la simpatía de la opinión pública favorable a los matrimonios homosexuales y que aplaude sus supuestas "aperturas".
Y después están los intrusos, personajes que en la curia no recubren ninguna función y, sin embargo, consiguen introducirse en lugares clave, para exprimir todas sus ventajas. Como Andrea Riccardi, el fundador de San Egidio, que ha entrado de manera prodigiosa en las gracias del mismo Benedicto XVI y de su secretario personal, Georg Gänswein. O bien Marco Simeon, constantemente en la órbita de los cardenales Mauro Piacenza, prefecto de la congregación para el clero, y Tarcisio Bertone, secretario de Estado saliente.
Para este último las congregaciones del pre-cónclave han sido un calvario, porque las quejas de los cardenales por el mal gobierno de la curia le martilleaban inexorablemente a él como primer ministro. Pero sus casi 79 años de edad le permitirán jubilarse dulcemente.
En su lugar, es posible que Papa Francisco haga ir a Roma, desde América Latina, a un diplomático riguroso y fiel, que conoce y estima. Es Pietro Parolin, 58 años, subsecretario de asuntos exteriores desde el 2002 al 2009, hoy arzobispo y nuncio apostólico en Venezuela.