Semana del cónclave, y en primera plana, en medios religiosos, católicos, indiferentes, neutros e incluso orientados, esta noticia sigue arrancando portadas y titulares. La Iglesia católica, con sus 1.200 millones de personas, parece que pinta más de lo que muchos creen y afirman. Casi 6.000 periodistas acreditados están siguiendo estas noticias en Roma, un millar de medios de comunicación, de 65 países y 26 lenguas nacionales.
Parece que la Iglesia importa en la actualidad del mundo, ¿pero por qué al mismo tiempo, en tantos lugares, la Iglesia es perseguida, atacada, incluso pisoteando los derechos humanos básicos, y sólo hablan de ello un puñado de periodistas? Este fin de semana, sin ir más lejos, un centenar de cristianos ´de Pakistán vieron cómo ardían sus casas. ¿El motivo? La reacción a una supuesta blasfemia de un joven pakistaní. Hicieron realidad las amenazas que sus amigos le lanzaron mientras discutían y tomaban unas copas.
Es la situación predominante, un día sí y otro también, en países como Pakistán, Egipto, Irak o Siria. Pero esa violación de los derechos humanos, de la libertad más básica, la libertad religiosa, no “vende”, según los criterios de los medios de comunicación. Nos interesa lo llamativo, la parafernalia de una noticia glamurosa, casi lo anecdótico, y olvidamos el sufrimiento de nuestros hermanos los hombres, simplemente por vivir su fe con el máximo respeto y aprecio a los demás. En inglés se usa la misma palabra para designar una noticia que una cosa nueva; una coincidencia demasiado frecuente: la noticia es lo nuevo, pero no por su valor o grandeza, sino por su novedad, por el deseo insaciable de conocer y vivir lo nuevo.
El peligro de tanta novedad es que, a la postre, terminamos olvidando, cuando no menospreciando, el pasado, las raíces. Importan sólo las manzanas, como mucho las ramas, pero no el tronco y mucho menos la raíz. Lo nuevo, que sea llamativo, y además políticamente correcto. ¿Cómo hablar, por ejemplo, según los políticamente correctos, de la persecución religiosa? Esas son cosas del imperio romano, anteriores incluso a la raíz del mundo moderno.
La Iglesia ha sido, es y seguirá siendo, un fenómeno que va contra corriente. Los distintos sistemas sociales del siglo actual, y del siglo XX persiguen el bien del Estado por encima de todo. Puede ser del Estado comunista, fin que justifica cualquier tropolía. Puede tratarse del estado salvaje capitalista gobernado por quienes manejan la especulación para su propio provecho. Puede encarnarse en una dictadura populista que quiere dar la riqueza al pueblo (aunque la mayoría de la riqueza se queda en el poder y el pueblo pierde la riqueza de su libertad). Puede ser un sistema religioso fanático en el que el principio básico es “todo ha de hacerse de acuerdo con la ley islámica”.
Ante estos diversos absolutismos, más o menos intolerantes con cualquiera que se salga del sistema, la Iglesia deja el Estado en un segundo plano. Lo importante no es el estado en el que viven unas determinadas personas, sino las personas que viven en ese Estado. La ley por la ley sólo conduce al fanatismo, político o religioso; la ley al servicio de la persona crea y amplía el bien común.