Cuando escribo este artículo, en la madrugada del martes 12 de marzo, los Cardenales de menos de 80 años entramos en Cónclave para elegir al nuevo Papa, sucesor de Benedicto XVI, en la Sede de San Pedro.
Conmueve profundamente la fe de la Iglesia, esa Iglesia real que se manifiesta en millones y millones de fieles, de creyentes, hijos de la Iglesia, en todas las partes del mundo, que están rezando para que con el voto de los Cardenales se realice la elección de Dios de un Pastor universal de la Iglesia que confirme en la fe a sus hermanos. Esto es lo fundamental y primero del ministerio de Pedro: confirmamos en la fe, así nos guía y apacienta. De esto se trata: de confirmar a toda la Iglesia en la fe que confiesa y proclama, en la intimidad, con los demás hermanos y a los cuatro vientos: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»; «Tú tienes palabras de vida eterna: ¿a dónde vamos a acudir?». «Él es el Camino, la Verdad y la Vida»; Él es «la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo», «no se nos ha dado otro Nombre en el que podamos tener la salvación». En Él se nos ha revelado la verdad de Dios y la verdad del hombre, inseparablemente; camino de Dios al hombre, del hombre a Dios y del hombre a cada hombre. El nuevo Papa nos confirmará en esta fe que salva al mundo, en esta fe que es la victoria sobre todas las amenazas que pesan sobre el hombre y la humanidad entera, sobre la muerte, que las incluye a todas. Todo es don de Dios: la fe es el gran don suyo. La elección del Papa es también don de Dios. ¡Qué bien entiende esto el pueblo fiel que en estos momentos, por doquier en la tierra y en el cielo, pide a Dios el don de su elección!
Además, este pueblo ora, al mismo tiempo, porque sabe que el Papa que sea elegido necesitará el apoyo y la oración de toda la Iglesia, ya que difícilmente habrá nadie que cargue con tanto peso, con tantas tensiones y necesidades de proporciones tan vastas como la redondez de la tierra, como el Papa. Pedro y sus sucesores llevan sobre sí el peso de toda la Iglesia, esparcida por todos los rincones de la tierra, con sus gozos y esperanzas, sus dolores y tristezas, que son todos los de la humanidad entera.
Me decía una persona querida, joven, que sabía que iba a morir –murió al día siguiente–: «Todo esto –sus sufrimientos y consciente de que nos dejaba– para que el mundo crea; porque no sabemos lo que tenemos con la fe». No sabemos, en efecto, lo que tenemos con la fe. La fe nos hace vivir de otra manera, y esperar de otra manera; la fe lleva a darlo todo para que los demás tengan ese mismo gozo y esperanza que sólo la fe puede dar; la fe afronta la vida y la muerte con toda esperanza; la fe hace vivir la vida con una confianza imaginable en el niño recién amamantado en brazos de su madre: todo lo tiene y nada le falta; la fe sabe entregarse con una generosidad total que sólo en el Hijo de Dios, crucificado, podemos encontrar. Por ello mismo, necesitamos un Papa, que como Benedicto XVI, Juan Pablo II, Juan Pablo I, Pablo VI –por sólo citar a los posteriores al Concilio, todos ellos verdaderos mártires de la fe– confirme y selle la fe de sus hermanos, en tiempos difíciles para vivir esa fe, pero que, sin embargo, es lo único que puede salvar al mundo que tanto padece precisamente por el alejamiento de la fe.
En el centro de nuestra fe: Dios, Creador y Redentor. El primer artículo de la fe de los cristianos es: «Creo en Dios»; y el último es: «Creo en la vida eterna». «Si en nuestra vida de hoy y de mañana, afirmaba el entonces Cardenal J. Ratzinger, prescindimos de Dios y de la vida eterna, todo cambia, porque el ser humano pierde su gran honor y dignidad. Y todo se vuelve al fin manipulable. Pierde su dignidad esta criatura imagen de Dios, y, por tanto, la consecuencia inevitable es la descomposición moral, la búsqueda de sí mismo en la brevedad de esta vida». Es inventar nosotros, solos y a oscuras, el mejor modo de construir la vida en este mundo que pasa y fenece.
Por esto mismo, la vida y tarea fundamental de la Iglesia, aquello de lo que ha de vivir y lo que ha de ofrecer y entregar a los hombres de hoy, es Dios. La tarea de la Iglesia es tan grande como sencilla: consiste en dar testimonio de Dios, abrir las ventanas cerradas que no dejan pasar la claridad, para que la luz pueda brillar entre nosotros. La Iglesia existe para esto: para vivir, como el justo, de la fe, es decir, de Dios. Esta es su imprescindible y urgente aportación al mundo de siempre y, particularmente, al de hoy. Si no aportase esto, por encima de todo, no aportaría nada relevante a la indigencia principal del hombre, que es la de Dios.
Será elegido un Papa para esto, para confirmamos en esta fe. Esta es nuestra gran esperanza y nuestro gran consuelo ante el inmediato Cónclave. Será un Papa para el presente y, sin duda, para un gran futuro, que nos confirme en esa fe para vivir bajo los ojos de Dios, que habrá de ser la prioridad de nuestra vida, que será, como siempre, la prioridad de la Iglesia: en esa prioridad está la gran renovación, la santificación de la Iglesia y su obra evangelizadora, que es entrega y testimonio de Dios que es Amor. Es un consuelo y una esperanza grande entrar en Cónclave sabiendo que millones y millones de fieles –la Iglesia toda– están rezando por los Cardenales, para que, fieles al Espíritu Santo, cooperemos enteramente en la elección de Dios, que es quien lleva la Iglesia, la guía, la cuida, la consuela, le da vida. ¡Cuánta paz y cuánta esperanza! «Que, como decía mi buena madre, nos dejemos ayudar por Dios, porque Él siempre ayuda»: nunca nos falta su ayuda y, menos, en esta hora tan decisiva para la Iglesia y para la humanidad entera.
© La Razón