No se han hecho foto oficial de campaña ni ponen carteles en paredes y farolas. No llevan programa electoral ni arengan en mítines al uso. No jalean a sus votantes prometiéndoles prebendas tras la victoria. Tampoco zahieren a sus presuntos rivales para manchar su carrera. No prometen oros ni moros, pero se comprometen bajo juramento a la discreción absoluta en este proceso que les mete en el Cónclave. Esta manera de elegir a un nuevo Papa, resulta extraña para quienes la observan y manipulan, queriendo homologarla a los usos y costumbres de sus modos y sus jergas.
En estos días, estamos asistiendo a dos procesos electivos del sucesor número 266 del Apóstol Pedro. Por un lado están las elucubraciones que con variopinto interés o inconfesables motivos, se empeñan en dirigir su particular Cónclave en clave política, sociológica, moralista, desmitificadora. A algunos creadores de opinión se les antoja ocasión propicia para su batalla singular contra una Iglesia que no aceptan ni entienden, que no logran domesticar ni que vaya tras ellos como los ratones de Hamelin el flautista. Ellos hacen los carteles de quita y pon, ellos suben al podio de sus celebridades o arrojan a los avernos de sus insidias a los candidatos que usan y luego tiran. Son ellos quienes sondean la cuestión, nos cuentan los secretos que les han desvelado siempre fuentes anónimas bien informadas, y cuál es el currículum completo de los que están en sus censuras o en sus lanzaderas.
Así se va poco a poco calentando este periodo con trazas de campaña electoral, subrayando que esto es más de lo mismo, que aquí sucede lo que sucede en las demás, y que habría que deshacer esa pátina piadosa perfumada con incienso lo que con todos sus entresijos -dicen- es una elección vulgar. La orquesta está ya con su conciertillo a bombo y platillo. Es inútil que digamos que no es así, aunque les cueste creerlo a ellos.
Hay otros que piensan que el Espíritu Santo interviene como si fuera un cardenal más. Y que al final se les aparece invisiblemente a cada uno en forma de blanca paloma para decirles al oído y callandito, con mayoría de votos suficientes, quién es el que debe sentarse en la Silla de Pedro. La historia nos da lecciones de estas pugnas, injerencias e ingenuidades, que haberlas las ha habido. Pero las cosas son más sencillas y nobles de lo que estos y aquellos quieren pensar.
Los cardenales de la Santa Romana Iglesia son gente normal: tienen una edad, proceden de unos lares, llevan dentro una cultura, hablan su lengua materna. Son factores que determinan esa normalidad humana. Pero además tienen otra normalidad que es cristiana: en sus biografías ha habido luces y sombras, gracias y pecados, han buscado y encontrado, han recibido el don de la fe, y con caridad son personas de esperanza. Su amor por Jesucristo es lo más determinante de sus vidas, y tratan de amar a la Iglesia como ella necesita ser amada. Tienen sus preferencias, hacen sus cábalas, rezan, hablan y comparten, y se preguntan cómo debería ser el perfil, el tono, el talante, la agudeza, la fortaleza, la salud... y un largo etcétera, de aquel hermano que puede presidir en el amor, fortalecer la fe y comunicar la esperanza a tantos miles de millones de católicos, y a tantos hombres y mujeres que ven en la Iglesia un referente moral. Cómo debe comunicarse el Evangelio eterno de Cristo a nuestra generación, y cómo contar que el Señor es la respuesta cumplida a nuestras preguntas en la vida.
Nosotros rezamos por ellos, y creemos que el Espíritu Santo tiene algo que decir y ya lo está diciendo a través de la normalidad humana y cristiana de estos hermanos cardenales. Ellos deben descubrir a quién elige el Señor discerniendo con responsabilidad serena el nombre escrito en el palma de Dios, no en las urnas de nuestros empeños.
Este es el único Cónclave que nos interesa, el único en el que creemos. Si dentro o fuera de la comunidad cristiana hay quienes juegan a otros juegos, es su problema y peor para ellos. Me uno al Pueblo de Dios sencillo y fiel, y con él rezo, para que providencialmente se nos dé ese nuevo Papa que tenga su oído en el Corazón de Dios y sus manos y sus pies en donde la felicidad de tantas personas se decide, en el surco de esta Iglesia y este mundo de nuestro tiempo.