Llevamos varios días en los que es noticia la “política” vaticana, las “campañas electorales” de los cardenales, los debates sobre qué cabeza conviene, qué cualidades debe tener el elegido, qué características son necesarias, aconsejables, buenas, irrenunciables... Casi de repente surgen vaticanistas y expertos que dan su opinión, sus previsiones. ¿Se ha acabado ya el año de la fe, poco días después del retiro de quien lo promovió, Benedicto XVI? ¿Dónde queda esta virtud teologal? Hace tiempo oí una sabia petición a Dios: “Dame, Señor, la docta fe del teólogo y la ciega fe del carbonero”. Los teólogos, o algunos que se creen tales, están en primera línea en este debate. Y el pobre carbonero se pregunta: ¿No es Dios, el Espíritu Santo, el que guía la Iglesia?
La Iglesia está en un momento delicado e histórico. Es una de las instituciones más antiguas de la humanidad, pero a la vez debe ser actual y mirar al futuro. Sus hijos vivimos en el hoy de este mundo, a veces un torbellino lleno de cambios veloces, demasiado veloces. Y ante tanto movimiento, hay dos peligros: uno, entrar en la misma dinámica de cambios veloces, a la velocidad del huracán (moverse porque hay que moverse, aunque no sepamos hacia dónde). El otro, la postura contraria, no mover nada. San Ignacio parece optar por esta segunda postura, cuando aconseja aquello de “no hacer mudanza”. Sin embargo, en su vida personal y en su tiempo, analizaba diariamente, examinaba, el movimiento, las mociones del Espíritu, para ver hacia dónde moverse.
De la mano de San Agustín encontramos la respuesta para el teólogo, el bueno y el aprendiz, y para el carbonero. Un consejo que sirve a los dos, aunque cada uno tendrá que vivirlo según su propia situación, su propio estado: “Ora como si todo dependiera de Dios, pero trabaja como si todo dependiera de ti”. O en palabras más sencillas, si estás remando y se desata la tempestad, reza con todas tus fuerzas, pero también rema hacia la orilla con todas tus fuerzas. O en palabras del refranero castellano: “A Dios rogando y con el mazo dando”.
La Iglesia es divina y humana, y ahí está su maravilla, su grandeza y su miseria. La grandeza de un Espíritu que la guía, la lleva, la cuida, la reconduce, la reorienta; y la miseria de unos hombres que pensamos que podemos arreglarlo todo. Y basta con ver la sociedad, la economía, los gobiernos, incluso también personas de la Iglesia, para constatar esta miseria.
Hay que trabajar, analizar, cuidar, la “política” vaticana, buscando el bien del hombre, de cada hombre, de todo el hombre. Y esa es la labor humana que deben realizar los cardenales. ¿Cómo está la Iglesia hoy? ¿Qué directrices son las más urgentes, las más necesarias? ¿Cómo están las personas de la sociedad que la roda, en Roma, pero también en Madrid, en Caracas, en Manila, en Washington y en las aldeas tan difíciles de nombrar de África o Asia? Esa es la labor de los 115 cardenales, reunidos en Roma, en las reuniones previas al cónclave y durante el cónclave.
El papel del resto del pueblo de Dios, y también el de los 115 cardenales, es la primera parte de la frase de san Agustín: “Ora como si todo dependiera de Dios”. La barca está atravesando una tempestad; aunque es verdad que, con más aire o menos aire, toda la historia del hombre es una tempestad. Nos toca rezar, y remar en aquello que está a nuestro alcance.