Toda la gentileza humana, el vigor de la inteligencia, la dulzura del artista, y sobre todo, el cristianismo como vida de la vida, se han dado cita esta mañana en San Pedro para una última y magna Lectio de Benedicto XVI. Esperábamos algo grande, pero una vez más nos ha descolocado. Entró en el pontificado clamando que Dios no quita nada de lo grande, bueno y bello que hay en la vida del hombre, sino que lo lleva a plenitud. Y deja el oficio de gobernar la Iglesia con idéntico mensaje, con la certeza encarnada de que el Evangelio da fruto dondequiera que es acogido y vivido. En esta mañana fría pero muy luminosa el papa Benedicto ha hablado como un enamorado de la Iglesia, su Esposa. Y allí, ante su pueblo, ha confesado con pasión el amor que le ha movido, por el que ha reído y ha llorado en ocho años magníficos que muchos no vamos a olvidar jamás.

Años de pesca abundante y de noches terribles de tormenta. Sí, ahora lo recordamos bien: aquellos meses tras el affaire Williamson, o las portadas de las grandes tribunas del planeta poniéndolo en la picota justo cuando él, contra viento y marea, llevaba a cabo un cambio de época en lo que se refiere a la lucha contra los abusos sexuales. O las críticas de quienes le acusaban de “demasiado moderno”, de dar la espalda a esa Tradición viva que no sólo ha venerado sino que ha contribuido a hacer resplandecer. Pero todo esto es ya ceniza.

Porque esta mañana Benedicto XVI veía muy claro que todo está donde debe estar y va a donde debe ir, según una sabiduría que afortunadamente no es la nuestra. Con ojos de niño a pesar de su ancianidad, ha dictado su última gran lección, esta vez para su pueblo, para la gente sencilla a la que ha sabido amar como pocos esperaban. “La barca de la Iglesia no es mía”, ha confesado cortado por los aplausos de la multitud. No es de ninguno de nosotros, es del Señor, y Él no permite que se hunda… aunque a veces nos parezca que Él duerme mientras el mar se agita.

Amar a la Iglesia significa también tomar decisiones difíciles. Lo sabe bien aquel que durante casi un cuarto de siglo fue Prefecto de la Fe, el mismo que ha librado estos ocho años el buen combate de la fe. ¿Hacía falta recordarlo?, sí, hacía falta, y lo ha hecho casi como pidiendo perdón, intentando no molestar. Por eso suavemente ha querido explicarnos a ras de tierra que ahora no vuelve a una vida privada con viajes, estancias, relaciones sociales… porque su vínculo con la Iglesia es para siempre y en eso no hay marcha atrás. “No abandono la cruz sino que permanezco de otro modo junto al Señor Crucificado… no llevaré la potestad del gobierno de la Iglesia, pero en el servicio de la oración permanezco, por decirlo así, en el recinto de San Pedro”.
Nos ha pedido que le recordemos delante de Dios y que recemos por el nuevo timonel de la barca. Pero en la serena tranquilidad de quien sabe que Dios sostiene a su Iglesia y no deja que se hunda en el mar. ¡Cuánto te debemos, que Dios te lo pague!

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