Inmersos en el camino de la Cuaresma –que, por cierto, «casualmente» no tiene eco en los medios de comunicación, mientras otros momentos semejantes de otras religiones sí lo tienen–, de nuevo me refiero al tema de la desmoralización y del rearme moral. Lo que está en juego en este tema, digamos lo que digamos, es el hombre y su verdad, la cuestión antropológica, base de todo comportamiento humano digno, verdadero, válido y valioso en sí y por sí mismo, y universalmente. Este es el verdadero problema donde se asienta la corrupción y la quiebra de moralidad. Como vengo repitiendo en estas semanas, asistimos a un gran desconcierto e inseguridad moral, a un auténtico derrumbe moral de nuestra sociedad, que puede y debe cambiar de rumbo.
La crisis moral es quiebra de humanidad. El desfondamiento moral acarrea el hundimiento de lo humano del hombre. Es, pues, el hombre mismo lo que está en juego en este desplome. No se puede hacer más daño a un pueblo que desarticular su vida moral, y debilitar y destruir los canales de transmisión de la herencia moral que constituye a tal pueblo. Consciente o inconscientemente se ha ido quebrando la moral de nuestro pueblo. Se ha estado jugando con fuego y nuestro pueblo se ha quemado. Se han difundido ideas, propugnado comportamientos y ofrecido modelos hasta arrancar criterios, principios y valores capaces de sustentar una vida moral digna del hombre. El precio del deterioro moral, al que se nos ha acostumbrado y en el que se nos ha adormecido, lo paga la persona humana, y la sociedad misma, formada por personas humanas, no sólo por intereses económicos, políticos, o individuales, propios.
Cuando se pierde o sistemáticamente se destruye el sentido del valor trascendente de la persona humana, inseparable de Dios, o cuando se dejan de lado las exigencias morales objetivas del bien y del mal, o la verdad de la moral, y se las cambia por un relativismo ético, como ha sucedido entre nosotros, se resiente el fundamento mismo de la convivencia política, del bien común, y toda la vida social se ve comprometida, amenazada y abocada a su disolución.
Es preciso reaccionar, despertarse del letargo. Es preciso cambiar. Es urgente una formación moral de verdad y en la verdad. Hagamos todo lo posible para que niños y jóvenes no sigan respirando un aire contaminado, un ambiente carente de valores y de referencias objetivas de la verdad moral. Hagamos todo lo posible para que encuentren un fundamento sólido para un comportamiento digno del hombre. Que el día de mañana los jóvenes y niños de hoy no puedan reprocharnos o pedirnos cuentas por haberles privado de razones para vivir, o de un sentido último de la vida. Estamos a tiempo. Ha llegado la hora de un renacimiento moral. Y este renacimiento es posible y obra de todos: siempre con la ayuda de Dios. Nadie puede hurtar su propia responsabilidad.
Los cristianos, concreto, tenemos una gran e ineludible responsabilidad en estos momentos. «Ha faltado, hemos de reconocerlo, decían los Obispos en "La verdad os hará libres", una buena educación de la conciencias ante las nuevas necesidades. Esta falta de formación es uno de los más graves problemas o carencias con que nos encontramos en el seno de la comunidad católica». Y junto a esto ha faltado también frecuentemente, justo es reconocerlo, nuestro testimonio; o nos ha sobrado separación entre la fe y la vida, o reducción de la moral al ámbito de lo privado. La separación de fe y de vida es un problema o una patología que parece se ha hecho ya endémica. La fe, si es fe verdadera y viva, siempre se expresa por la caridad y las obras de la justicia, como nos recuerda el Papa Benedicto XVI en su mensaje para esta Cuaresma.
A todos, pienso, nos ha faltado, nos falta quizá, algo fundamental: el tener a Dios más presente en nuestras vidas, en el centro de nuestras vidas, de nuestro pensar, querer y actuar. Este es el verdadero problema de nuestra sociedad, el origen de la grave quiebra de humanidad, y moral, que padecemos: el eclipse de Dios, el vivir de espaldas a Dios, como si Dios no existiera. Pero la verdad es que el inmenso hueco que Dios ha dejado al expulsarlo de no pocos corazones, ha quedado vacío y sin arraigo lo humano del hombre. O dicho de otro modo: en el deterioro moral de nuestra sociedad proyecta su sombra el juicio de Dios. Cuando el hombre abandona a Dios, queda el hombre entregado a cuanto inhumano hay en él. Así se ejecuta el juicio de Dios. Pero quien cree sabe que Dios no abandona al hombre definitivamente, porque, en Jesucristo, se ha empeñado a favor de él y no lo deja en la estacada, por muy sin salida que se encuentre. Aunque a veces se oscurezca, Dios es siempre el horizonte de nuestra esperanza. Todos estamos llamados a superarla. Los cristianos tenemos una especial responsabilidad: la de mostrar a Dios, como fundamento del hombre. No podemos seguir manteniendo una situación en la que la fe y la moral se arrinconen en el ámbito de la más estricta privacidad. Es necesario que, con decisión al tiempo que con humildad, ofrezcamos la fuerza renovadora y humanizadora del Evangelio, fuerza que es regeneración y renovación moral de la sociedad con una vida digna del hombre. Es necesario que los hombres vean la coherencia cristiana entre la fe y la vida, entre la fe y la caridad, entre la fe y la vida nueva, regenerada, regeneradora y esperanzadora, que corresponde a esa fe. Es la hora de la verdad para los cristianos. Es la hora de tomar decisiones, con la ayuda y la gracia de Dios, para hacer cristianos: para una nueva y profunda iniciación o reiniciación cristiana con todas sus exigencias. Esto nos reclama e indica el camino cuaresmal. Para ello necesitamos seguir rezando con constancia. Como he dicho ya en tantas ocasiones: hay que rezar, y mucho, particularmente por España.
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